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Adrián Ausín

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El puntu gijonés

Entre las esencias gijonesas no cabría ni por asomo hablar del Muro, la Escalerona, Cimadevilla, El Molinón, El Muelle, la Lloca… sin elaborar un profundo tratado sobre el puntu gijonés. No es éste un término acuñado por el acervo popular ni está acreditada su existencia por estudios, ensayos, chistes o la más pura tradición oral, como ocurre en el caso del playu. Del playu hemos hablado en este blog con abundancia, ilustrándolo incluso con una épica fotografía donde se ponía el dedo en la llaga (o sea, en el propio playu) para describir a continuación sus características, comportamiento, atuendo y singular mirada, entre otras perlas. Hoy quiero profundizar en nuestros parroquianos con una novedosa y por tanto arriesgada descripción del puntu gijonés, de menor edad que el playu, con un aspecto más convencional, pero con una idiosincrasia específica que sería acreedora de una tesis doctoral documentando su existencia y reclamando su ‘clasificación’ en esa línea evolutiva que va del playín a la más pura brigada del jubilao.

Aunque el puntu gijonés rondaba en abstracto en mi mente, debo reconocer que quien me puso sobre la pista de tamaño hallazgo fue un matrimonio avilesino con el que comparto amistad y esporádicas pitanzas. Fue en una cena, en la Villa del Adelantado, cuando ella espetó de repente, hablando de un tercero: “Sí, hombre, el clásico puntu gijonés. Ya sabes, esos puntus que hay en Gijón”. Yo asentí, comprendí su mensaje, pero me di cuenta al momento de que el puntu gijonés era un fenómeno sin teorizar, sin estudiar, sin cromo adhesivo aún en el libro del árbol evolutivo. Así que empecé a darle vueltas. En otra cena, esta vez solo con la esposa, en un bonito rincón de Cádiz con vistas a la costa africana, dedicamos toda la sobremesa a ‘trabajar’ en el tema. Vamos a definir al puntu gijonés, le propuse. Ella aceptó encantada. Casi dos horas después, cuando regresábamos en coche hacia Cabo Trafalgar, repasamos lo conseguido en la idea de que quizá podríamos registrar el hallazgo en la Oficina de Patentes de la Unión Europea, donde tenemos algún contactillo. También barajamos el Museo Arqueológico de Oviedo y, en una línea más posibilista, el Museo de Gijón que acabará floreciendo en la Antigua Tabacalera. El proyecto va lento, circunstancia que nos permitirá ir dando forma al puntu gijonés con tiempo y tino.

Cuando encarguemos el maniquí que recoja sus esencias concluimos que el puntu gijonés ha de representar una edad entre los 18 y los 30 años. Debe estar bien vestido. En verano, por ejemplo, polo de marca, vaqueros Levis desgastados y nautimocs. El pelo ha de estar cuidado. Sirve la gomina, pero vale también un corte de pelo veraniego o bien una cierta melena traviesa en apariencia descuidada pero totalmente estudiada. Vamos, que el puntu gijonés se cuida, es presumido y atiende su imagen por encima de todo, de una manera, eso sí, que se note lo menos posible. Debe parecer que se puso lo primero que pilló en el armario, aunque le haya costado un buen rato de miradas en el espejo alcanzar la combinación ideal de colores. Pongamos un puntu gijonés de 170 centímetros; poco más. Pues la segunda seña de identidad de este fenómeno sociológico es su dinamismo. El puntu gijonés hace una vida social intensa, se mueve mucho, está en todas partes, no se pierde una. Y para eso va mejor ser un pelín chaparreto, aunque la altura, ojo, no eliminaría al candidato. O sea que tenemos un joven presumido, bien vestido, pero informal, con una importante actividad callejera. Ahora falta el carácter. Sin duda, no casaría que fuera un muermo. El puntu gijonés es alegre, activo, cotilla, gallu, se muere por conocer a más y más gente, hace pandilla, acopia información sin límite de megas en su disco duro, trata con muchas tías, a veces tiene novia, a veces no; aunque en la situación en que más se manifiesta su idiosincrasia de puntu es cuando está con sus amigos. Ahí se enseñorea, reparte juego a estopa, ríe, cena en una sidrería y gasta lo que no tiene en copas. Cuando está ya en el ascensor de su casa tras una intensa jornada no dejará nunca de mirarse y analizarse en el espejo, de calibrar si ha estado brillante, si la jornada ha sido satisfactoria, mientras lleva una mano a la sien y recoloca un rizillo que se ha salido del sitio.

Ese es el puntu gijonés. En él puede haber un embrión del playu en lo referente a su carácter gallu. Sin embargo, podríamos diferenciar ambos en los orígenes sociales, más modestos normalmente en el caso del segundo, cuyos conocimientos multidisciplinares se han forjado básicamente en los bares. En el caso del puntu el muchacho intentará hacer carrera y convertirse en un gijonés de pro. Cuando se case y siente la cabeza, normalmente dejará de ser un puntu gijonés. Aunque me viene a la cabeza alguna ilustre excepción, el puntu perderá parte de esa frescura callejera para adoptar hábitos más formales, lo que obligará al comité de sabios a despojarlo de su trabajada condición de puntu gijonés; igual que cuando una abeja pierde su ser y muere al introducir su aguijón en la piel de un presunto contrincante del reino animal. Hasta aquí han llegado las investigaciones del puntu gijonés. Pero el tema puede ser objeto de mil y una observaciones, líneas de trabajo complementarias e incluso trabajos de videograbación con voluntarios para confeccionar una completa hoja de ruta de su comportamiento evolutivo. Tal es la riqueza del tema que el futuro Museo de Gijón podría quedarse pequeño ya en su nacimiento con una primera planta dedicada al puntu gijonés y una segunda al playu, con la posibilidad de reservar la buhardilla al prejubilao de Mina La Camocha. Tenemos tema para rato.

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Gijón y otras hierbas

Sobre el autor

Adrián Ausín (Gijón, 1967) es periodista. Trabaja en el diario EL COMERCIO desde 1995. Antes, se inició en la profesión en Bilbao, Sevilla y Granada. En 2019 escribió para el Ateneo Jovellanos el catálogo 'Gijón Escultural'. Luego publicó la novela por entregas 'Cilurnigutatis Boulevard' en Amazon (2021). De la comedia pasó a la tragedia, sin anestesia, en la distopía 'El buen salvaje' (2022), donde denuncia los peligros para el hombre del abuso de las nuevas tecnologías. 'García' (2023) se pasa al costumbrismo con todos los ingredientes de la novela clásica, ambientada en el Gijón de 1979.


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