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Adrián Ausín

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El coche de alquiler desaparece

(Tragicomedia griega 11)

Cuando llegas a Nauplio, tras la obra de teatro de Epidauro, es casi medianoche. No puedes devolver el coche de alquiler hasta la mañana siguiente, cuando tienes previsto coger un autobús que te acercará a la costa del Peloponeso a la altura de Hidra, una maravillosa isla sin coches, ni motos, ni agua potable en las casas que marcará tu punto final del periplo griego. Nauplio está en pleno bullicio. Es viernes noche, así que tienes que alejarte un poco hasta lograr aparcar en batería frente a un gran parque. En apariencia, de forma correcta. A la mañana siguiente, a las ocho en punto, te levantas, bajas rápido para liquidar el tema coche y desayunar tranquilo. Pero te topas con un espectáculo imprevisto. Toda la larga calle lateral del parque está ocupada por un mercadillo. Lo recorres preocupado, pues no hay un solo coche donde la noche anterior había una larga fila. Así llegas hasta el final del mercadillo sin verlo por ninguna parte. Terror.

Vas corriendo al rent a car. Explicas lo sucedido al griego que te atendió la víspera. Llama a la Policía y anula la primera posibilidad: no han retirado ningún vehículo. Cierra con llave la agencia y sale contigo a supervisar. Cuando llega a la altura donde habías aparcado, pregunta a los vendedores (supongo) si han visto o movido un coche. Ellos se disfrazan de maceta. Tú miras el reloj, pues si la cosa se complica quizá pierdas el bus que te ha de llevar hasta tu próximo destino. De repente, el griego eleva la llave del coche y pulsa el botón de abrir las puertas. Y se produce el milagro. A unos diez metros se encienden unas luces. Es una amplia avenida la del mercadillo y alguien ha movido el carro hasta su mediana, donde hay más vehículos aparcados que lo despistan. Respiras profundo. No se te había ocurrido buscar donde no lo habías dejado ni tampoco utilizar la llave como reclamo. El griego repasa el coche por sus cuatro costados en busca de un posible daño, pero está intacto, así que montas con él, vuelves a la oficina, firmas unos papeles y te vas dándole las gracias. El mal trago está resuelto. Los mercaderes griegos, cocnluyes, están como ñoclas, pues son ellos seguro quienes lo han movido para instalar el chiringuito.

A las nueve estás desayunando en la azotea de la Pensión Marianna con vistas a todos los tejados de Nauplio y al mar Egeo. Te pones tibio: zumo de limón (limones, según la guía, de la huerta de Panos, Petros y Takis), yogur griego con rodajas de melocotón y unos pequeños pasteles de crema absolutamente deliciosos. Con la panza llena, toca despedirse de los hermanos. Está Panos en recepción, un encanto de hombre, así que cuando le digas “Yagará” él alumbrará una expresión de sorpresa y agradecimiento. “Yagará”, según te ha contado un guía con el que trabaste conversación en la acrópolis de Atenas, significa “salud y vida”; una expresión que se utiliza solo para ocasiones un tanto especiales. Quizá me haya pasado con Panos y de ahí su reacción.

Un bus te deja en Kranidi, un pueblo inmundo. Un taxi te lleva a Ermioni. El taxista, otro más, conoce Gijón, pues fue marinero antes de ponerse al volante; aunque solo recuerda el nombre. Se lamenta terriblemente de la crisis, con especial alusión a las facturas de la luz, donde refieren consumos de 20 o 30 euros, pero te acaban cobrando 120 a base de impuestos y conceptos ininteligibles. ¿Cómo han llegado a esta situación con la riqueza que tiene Grecia? La respuesta siempre es la misma: los políticos. A unos 25 kilómetros llegas a Ermioni, un pueblo abierto al mar, con amplios embarcaderos, muy agradable. Pero te topas con una mala sorpresa. Son las doce del mediodía y el próximo barco a Hidra sale a las cuatro de la tarde. El viaje dura apenas media hora, lo hace una única compañía, Delphin, y cuesta 9 euros. ¿Hay alternativa?, preguntas a otro taxista. La hay. Te llevará por 30 euros hasta un micro puerto situado a 20 kilómetros, justo enfrente de la isla. Ahí salen pequeños botes cada poco y el billete cuesta 6 euros. Aceptas la carrera.

 

Cuando llegas, sacas dos billetes y aguardas hasta la una. Hay un gran aparcamiento (pues a Hidra no se puede llevar el coche) y un diminuto embarcadero. En el bote entran apenas quince personas. Subes las maletas y te aprietas en un banco corrido. El patrón pone rumbo a la isla, que enseguida va mostrando la silueta de su población principal con forma de herradura sobre el mar. Diez minutos después, pones el pie en Hidra boquiabierto. Monte marrón reseco, casas blancas reblancas, toda una flota de barcos pesqueros y yates escoltando el paseo marítimo; y un pequeño ejército de burros aguardándote para cargar con tu equipaje o llevarte a dar un ‘paseo turístico’. Renuncias a los burros para ir perdiéndote por las callejuelas de Hidra en busca del bonito alojamiento reservado desde Gijón: Hidroussa Hotel. Ese coche de alquiler que te dio un susto de muerte en Nauplio a primera hora de la mañana aquí no será necesario. Irás a los sitios a pie, o en burro si te vence la pereza.

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Gijón y otras hierbas

Sobre el autor

Adrián Ausín (Gijón, 1967) es periodista. Trabaja en el diario EL COMERCIO desde 1995. Antes, se inició en la profesión en Bilbao, Sevilla y Granada. En 2019 escribió para el Ateneo Jovellanos el catálogo 'Gijón Escultural'. Luego publicó la novela por entregas 'Cilurnigutatis Boulevard' en Amazon (2021). De la comedia pasó a la tragedia, sin anestesia, en la distopía 'El buen salvaje' (2022), donde denuncia los peligros para el hombre del abuso de las nuevas tecnologías. 'García' (2023) se pasa al costumbrismo con todos los ingredientes de la novela clásica, ambientada en el Gijón de 1979.


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