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Adrián Ausín

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El Occidente también existe

Cada vez que viajas por el Occidente asturiano tienes la sensación de hacerlo por el estado de Maine, con esos paisajes planos, alargados, salpicados por alguna casa desperdigada, iluminados por un sol blanco, brumoso, que te hace preguntarte: ¿Estoy en el más allá o en el más acá? Desde Gijón, el Occidente es un enigma, un vecino extraño al que siempre descartamos para girar la mirada hacia el Oriente, que nos acoge con su paisaje montañoso, sus pueblinos apretados y sus calas curvadas. Vemos el Occidente como algo distante, difuso, abierto al infinito gallego y aplazamos un fin de semana tras otro su exploración. Sin embargo, ahí están Cudillero, Luarca, Navia, Tapia, Castropol… reclamando su lugar en el mundo, reivindicando la sidra y el ribeiro a partes iguales, mostrando una amplitud en sus rasas costeras y en sus playas que dejan desnudo al gijonés, que no sabe muy bien dónde ubicarse en estos apocalípticos parajes.

Después de decir mil veces eso de que tenemos que ir al occidente, tras aquel lejano viaje a los Oscos, plantamos la bandera de Gijón en el mismo Ribadeo. De tanto no ir, nos pasamos de frenada y optamos por meter las narices en ese bastión gallego que coloniza las costumbres del ala izquierda de nuestra Asturias. Ocurrió el pasado fin de semana, aquel de crepitante sol otoñal. La primera parada resultó desconcertante en grado sumo: As Catedrais. Esa playa venerada por las guías ofreció al ojo gijonés un espectáculo surrealista en la imprescindible bajamar. Entre sus rocas y sus graciosas formas, sobre su arena mojada, de un feo color gris, cientos de personas vestidas caminando de acá para allá. Nadie en toallas. Casi nadie en bañador, pese al gran día. Gente caminando vestida de un lado para otro confundida por los rayos de sol y las brumas procendentes del monte. Una imagen del más allá en el más acá de Galicia. Una suerte de extraño juicio final en el que solo faltaba que se abriera la puerta del cielo y se oyese una voz que dijese: ‘Que pase el primero’.

Atemorizados por el hipotético desenlace, activamos el plan B: Penarronda. Ya en el lado astur, pasado de nuevo el Puente de los Santos en sentido inverso, la playa recomendada por Cris y también por Luis se reveló bella, amplia, tranquila y con una arena seca. Sin embargo, su mar era más agresivo que el gijonés. Y si mirabas de reojo el paisaje interior, extrañabas su amplitud y su despoblación. ¿Maine? No,Tapia. Una bella sensación, en la que el humano cilúrnigo ha de replantear las dimensiones del tiempo y el espacio, de la luz y de la relación con el entorno. Acostumbrado a vivir prieto, en el concejo de Tapia, en Penarronda, uno se siente amplio. Así, de la experiencia contradictoria entre las dos playas, se pasó a Ribadeo, ese pueblo que cae al Eo en un bellísimo diálogo visual a tres bandas con Figueras y Castropol. El hotel O Cabazo se destapa como una gran elección, tras una alameda que lo deja mirando a la ría y al monte, dando la espalda al pueblo/ciudad, pero pegado a él. El paseo por la orilla del Eo abre la mente y el apetito. Y así a las ocho treinta te encuentras sentado ante un tonel, con la espalda apoyada en la puerta del Villaronta, el chigre de moda. Pulpo estratosférico, regordetín y sabrosón; lacón con cachelos, queso y membrillo, y dos jarras de ribeiro. Aromas gallegos en el paladar, alcohol suave en el cuerpo y amena conversación con unos señores de Segovia que aguardan mesa. Les llenas los cuencos con tu jarra de ribeiro para aliviar la espera, pues están secos, y se traba una amistad momentánea.

Cuando despiertas es domingo. Desde la ventana de la habitación ves el Eo y el monte. Maravilloso. Desayunas en O Cabazo huevos con beicon y zumo de naranja para empezar bien el día. Luego te vas de nuevo a Penarronda. Soleas, lees, paseas y te bañas. Cuesta entrar, pero sabe rica la mar de septiembre. El sol pega más que el sábado. Luego bajas a Figueras a pisar ese puerto al que te llevaba tu padre de pequeño a acompañarle en aquellas comidas de trabajo en el Peñalba en las que mientras él hablaba de negocios tú te ponías tibio con tu carne y tu copa de la casa. Después comprábamos un espectacular pan en Barres, el pueblo vecino, e iniciábamos otras tres horas de viaje hasta Gijón. Aquella panadería ya no existe. Pero Figueras ahí está, más aseado, más guapín de como lo recordabas, muy coqueto. Desde Figueras ves la casa de Calvo-Sotelo en Ribadeo, ves también algunos bañistas en un arenal dejado en medio de la ría por la bajamar y ves que el reloj se acerca a las 3.30, hora en la que has reservado un arroz caldoso en Rinlo. La fama en Rinlo se la lleva O Cofradía, pero está cerrado por vacaciones. Así te lo advirtieron la noche anterior los amables segovianos, que te recomendaron otro restaurante igual de bueno, con el mismo plato estrella: O Porto. Has reservado en la terraza, donde te espera una perola con una salsa roja que oculta un bogavante troceado, gambas, almejas y arroz. Espectacular.

El viaje de regreso tiene paradas. La esposa nunca ha pisado Castropol, ni Tapia, ni Luarca. Antes, sin embargo, toca una pequeña siesta costera, frente al mar, en Rinlo, donde vuelves a quedar asediado por un paisaje tan abierto y brumoso que no te ubicas en él. Castropol tiene encanto, con calles que suben y bajan, aunque parece poco práctico para vivir. Pero todo lo compensan sus vistas al Eo. Tapia es bullicioso, aunque ¿guapo? Diría que no. Luarca en cambio tiene un puerto con duende. Barcos recién pintados de rojo, casas blancas, terrazas con toneles. Resulta original. Distinto. En el Museo del Calamar Gigante hay un cierto amontonamiento de peces. Mucha materia prima, aunque un tanto mal dispuesta. Pero es interesante. Cuando inicias en coche el tramo final de la aventura occidental, próximo ya a Avilés, sientes que dejas a tu espalda una tercera dimensión difícil de explorar, un mundo asturgalaico donde un gijonés resbala como aceite sobre el agua, sin posibilidad de atraparlo, por mucho que se empeñe. El Eo sí encaja en tus parámetros al mirarse los pueblos los unos a los otros. En el camino intermedio hasta Gijón acaso temes que se abran las puertas del cielo, como en As Catedrais, y resultes abducido por una luz todopoderosa que te ciegue de repente los sentidos.

pd.-Aunque esta vez no hicimos escala, ¡viva Navia! (por aquello de estar a bien con la cuñá).

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Gijón y otras hierbas

Sobre el autor

Adrián Ausín (Gijón, 1967) es periodista. Trabaja en el diario EL COMERCIO desde 1995. Antes, se inició en la profesión en Bilbao, Sevilla y Granada. En 2019 escribió para el Ateneo Jovellanos el catálogo 'Gijón Escultural'. Luego publicó la novela por entregas 'Cilurnigutatis Boulevard' en Amazon (2021). De la comedia pasó a la tragedia, sin anestesia, en la distopía 'El buen salvaje' (2022), donde denuncia los peligros para el hombre del abuso de las nuevas tecnologías. 'García' (2023) se pasa al costumbrismo con todos los ingredientes de la novela clásica, ambientada en el Gijón de 1979.


septiembre 2013
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