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Adrián Ausín

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Innsbruck, el valle iluminado

(Por Alemania y Austria 6)

La llegada en tren a Innsbruck desde Munich te inyecta vitamina C en vena. Tras cinco días seguidos bajo un manto gris, el cielo se cuartea sobre los Alpes para dejar a la vista unos maravillosos contrastes de picos, soles y nubes. Son algo menos de dos horas por unos pasadizos entre montañas que, tras un largo túnel, se asoman al valle de Innsbruck, donde todo tiene una luz especial. Es un sitio optimista, alegre, vital, una pequeña ciudad a 574 metros de altitud envuelta por una gran muralla montañosa. De la estación al hotel hay dos calles. El Sailer se revela como una opción estupenda. Está más que bien, con una singularidad: el baño es un cubo de cristal incrustado en la habitación (todo en Innsbruck es cristalino), de modo que puedes ducharte viendo la televisión. O lo que quieras ver. Son las doce y hay que aprovechar el día a tope. La primera decisión es atrapar la luz del día en la cima que rodea la ciudad. Vas corriendo al funicular, donde te meten un pequeño rejón. Pero no hay vuelta de hoja. Hay que subir sí o sí. Diseñado por la inglesa de origen iraní Zaha Hadid, tiene un formato ultramoderno muy integrado en el entorno. Por 30 euros, asciendes un tramo en funicular y otros dos en teleférico y te plantas, en cosa de veinte minutos, en la cima de los Alpes. En realidad, tardas un poco más, pues con la emoción del momento, en la segunda parada, das un extraño giro, te metes en un funicular y tiras para abajo, en vez de para arriba. Con lo que vuelta a empezar. Pero las vistas son tan impresionantes que no pasa nada por repetir.

 

Al llegar arriba, lo primero es calentar la barriga. Dos sabrosas sopas en un bar te dejan entonado hasta las seis, hora de merienda/cena local. Hay que aprovechar la luz, ese bien tan escaso en Centroeuropa. Llegados al alto, a 2.256 metros, sopla un viento frío de cojones. La única opción que deja el risco donde aterriza el funicular es caminar diez minutos hasta un pico a la derecha. Hay nieve en la cima, pero no durante la subida. En la primera semana de diciembre aún no ha caído la primera gran nevada que lo cubra todo. Solo hay neveros aislados entre los grandes pinares de las laderas. El paisaje desde la cumbre es impresionante. Picos por todos lados. Valles por cada esquina. Amplitud. Oxígeno en estado puro. Apetece simplemente hinchar el pecho y ponerse a respirar ozono. Tras una hora de contemplación, sin posibilidad de excursionear, bajas a la segunda parada, donde tienen un iglú bar. Pero como la temporada de esquí no acaba de comenzar está sin rematar por dentro. Sería curioso tomarse algo. Con unos cubitos de hielo, por supuesto. Como en OO7.

Cuando regresas al valle ya tienes una amplia perspectiva aérea de Innsbruck. Toca caminarlo. Paseas por la orilla del río Inn (Innsbruck significa puente sobre el río Inn), que discurre alegre, con buen caudal, en un singular tono verdoso. Enseguida aparecen los mercadillos navideños, con su vino caliente y sus salchichas. Te metes en el casco histórico. La calle principal, María Teresa, como tu santa madre, es peatonal y está llena de comercios, puestos de madera y gente. Sobre los edificios despuntan los Alpes. Al fondo, te chocas con el famoso balcón de oro que mandó construir Maximiliano I para tener unas buenas vistas de la capital del Tirol austriaco. Giras a la derecha y te metes en otra calle peatonal llena de bullicio. Ahí darás con un restaurante espectacular. La clásica cervecería inmensa llena de pequeños salones, pero con uno principal, de dos pisos de altura, con un ambientazo total. Se llama Stiftskeller, donde comerás como un príncipe: ensalada verde, patatas cocidas con espinacas, queso y nata agria; una tabla de productos austriacos y cerveza tostada. Los camareros, en pleno invierno, van en pantalón corto. Y esto te ilumina sobre tus orígenes. Hace mil años, tu padre encargó el clásico escudo familiar enmarcado, donde refería que Ausín “procede de Baviera”. Innsbruck está a las puertas de Baviera y ahí descubres la conexión germano-austriaca-gijonesa. ¡Estás con tus ancestros! Venido arriba por la emoción del momento y la gran pitanza, te apetece levantarte e iniciar un entusiasta abrazo con cada camarero en pantalón corto. Pero la esposa te contiene. Mejor pasar inadvertidos.

El primer destino a la mañana siguiente es el trampolín gigante, ese que sale cada 1 de enero en la tele, desde donde los esquiadores saltan al vacío para pegarse, en ocasiones, leñazos épicos. Te pierdes un poco. Está en el monte en una salida de Innsbruck. Pero no se adivina porque se ha metido la niebla. Al final, sin rodeos, llegarías en 20 minutos caminando desde el centro. Lo ves desde abajo. Subir no tiene sentido por la niebla reinante. Después callejeas y callejeas hasta la hora de comer. Vuelves al Stiftskeller, te das otro homenaje, compras un bidón y un gorro para el último sobrín, David, y tomas el tren para Salzburgo, la última escala del viaje. En apenas un día en Innsbruck te has quedado prendado de esta ciudad invernal, donde España preparó su Eurocopa 2008, la más brillante, la de Luis, que abrió un ciclo irrepetible de cuatro gloriosos años. No te extraña aquel éxito. Era el equipo adecuado en el lugar adecuado. Vital, alegre, inmaculado.

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Gijón y otras hierbas

Sobre el autor

Adrián Ausín (Gijón, 1967) es periodista. Trabaja en el diario EL COMERCIO desde 1995. Antes, se inició en la profesión en Bilbao, Sevilla y Granada. En 2019 escribió para el Ateneo Jovellanos el catálogo 'Gijón Escultural'. Luego publicó la novela por entregas 'Cilurnigutatis Boulevard' en Amazon (2021). De la comedia pasó a la tragedia, sin anestesia, en la distopía 'El buen salvaje' (2022), donde denuncia los peligros para el hombre del abuso de las nuevas tecnologías. 'García' (2023) se pasa al costumbrismo con todos los ingredientes de la novela clásica, ambientada en el Gijón de 1979.


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