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Adrián Ausín

Campo y playu

Un jabalí muerto en el río

para Esther y Fernando. Os debo una como ésta

 

En un simple paseo de dos horas, desde el Hotel Tierra de la Reina hasta el roblón y vuelta, el valle de Riaño te ofrece de todo. Primero un paisaje ascendente interesante donde te topas en mitad del camino con una cagada de lobo, bien cubierta de pelo (que la distingue de la del perro), pues el lobo cuando come no lo hace con cuchillo y tenedor. Luego, ganada la mayor altura, una gran amplitud que te invita a tomar mil caminos: hacia Villafrea, Espejos, Casasuertes, Hormas o, como esta ocasión, la bajada hacia el fondo del valle para retornar por el mismo. La parada del roblón resulta espectacular. Lo primero que ves es la huella del oso. La estaca sobre la que reposa el cartel indicativo de este quercus de 24 metros de altura y dos y pico de diámetro está mordida por el oso. “Le gusta mucho este tipo de madera”, ilustra el primo Gabriel. O sea, que en la hora de camino que llevas has pisado donde han pisado antes, quizá la noche anterior, el lobo y el oso. Interesante. El roble es majestuoso. Está en un declive del monte, compensando la ladera con un poderoso escorzo en vertical. Temes que la inclinación acabe pudiendo con él, pero ahí debe de llevar más de doscientos años resistiendo a los elementos. Rodearlo, acariciarlo, pegar una oreja en su corteza por si quiere decirte algo, pegar bien las yemas de los dedos para absorber su energía… El roblón es un paisaje en sí mismo, un elemento totémico del monte que ha vivido en él y quizá seguirá viviendo por los siglos de los siglos. Quizá date de la Revolución Francesa y sin duda que estaba ahí cuando la Guerra de Independencia.

Tras rendir pleitesía al roble, el grupo se encamina hacia el valle. La excursión ha tenido ya muchos ingredientes en su corto recorrido. Pero falta uno. Tras la huella del lobo y del oso… aparece el jabalí. Un hermoso ejemplar de unos 60 o 70 kilos reposa inerte sobre el lecho del riachuelo que acompaña al camino. Está muy fresco, quizá haya muerto la noche anterior. No se le aprecia herida alguna. Está entero. Planteas al grupo la opción de sacarlo del río para que no lo contamine cuando se inicie la putrefacción y te pones al momento manos a la obra ayudado por el primo Gabriel. Dos patas para cada uno. Y arriba. No pesa demasiado. Una vez en el camino, trasladamos al ejemplar unos metros monte arriba, entre unas escobas, para alejarlo de la mirada del hombre y que sea la naturaleza la que dé cuenta del cadáver. En el lomo que estaba oculto tiene una pequeña herida que abre dos hipótesis: un disparo o un golpe de todoterreno pues al parecer hay quien practica por las noches el ‘deporte’ de ir en busca de bichos por las pistas. Depositado el jabalí fuera del río, toca completar la excursión, comer un filete con patatas y regresar a Gijón, pues es domingo y toca trabajar al día siguiente. Te quedas con la rabia de no haber podido regresar al anochecer, apostarte al otro lado del río y aguardar hasta que el oso o el lobo aparezcan para dar cuenta del banquete gratuito que les espera. El espectáculo está asegurado. Pero tú no te puedes quedar a él. Quizá tampoco vieras mucho pues si cae noche cerrada necesitarías iluminarlos y la cosa se chafaría. Pero la emoción del momento no te la quitaría nadie. El oso, el lobo y el jabalí unidos en un mismo valle.

Diez años atrás, en Guspiada, acompañado de Cráneo, se atravesaron en el camino hasta dieciséis jabalís en un instante. Pasaron ante nuestros ojos como un silencioso desfile de un ejército organizado, de mayor a menor, con las crías en el centro y un adulto cerrando la marcha. Nos quedamos mudos, emocionados, y en cuanto pasaron del camino al valle pudimos hacer una foto conmemorativa que, una vez ampliada en el ordenador, permitió contar hasta dieciséis ejemplares. Antes y después de aquélla, hubo unos cuantos encuentros con jabalís en los montes de Riaño. Siempre salieron huyendo al instante o pasaron de largo como si no existieras. Pero nunca habías cogido uno con tus manos, de ahí la singular sensación del aparecido en el río. Agarrar sus patas, sentir su peso, contemplar sus colmillos, comprobar el minúsculo tamaño de sus ojos… Naturaleza salvaje en estado puro. Quizá cuando lo depositábamos entre las escobas ya estábamos siendo observados desde el monte por sus depredadores nocturnos. De todas las experiencias vividas en las dos horas de marcha (la cagada del lobo, las mordidas del oso, el espectacular roble y el jabalí muerto), la benjamina de la expedición, Romina, no tiene dudas a la hora de quedarse con una. Ilumina la cara, sonríe y espeta: “El jabalí”.

PD.-Unos días después de esta andanza, que data del domingo 23 de agosto, te encontarás tu prau fozau en varias zonas. Has tenido visita. Quizá te fotografiaran los jabalís leoneses con el compañero muerto en brazos y mandasen un guasap a los de Villaviciosa, que urdieron rápidamente una venganza equivocada. Cuidadín, chavales. Tengo a Asterix y Obelix en camino. Y vienen con unas ganas de repartir…

Temas

Gijón y otras hierbas

Sobre el autor

Adrián Ausín (Gijón, 1967) es periodista. Trabaja en el diario EL COMERCIO desde 1995. Antes, se inició en la profesión en Bilbao, Sevilla y Granada. En 2019 escribió para el Ateneo Jovellanos el catálogo 'Gijón Escultural'. Luego publicó la novela por entregas 'Cilurnigutatis Boulevard' en Amazon (2021). De la comedia pasó a la tragedia, sin anestesia, en la distopía 'El buen salvaje' (2022), donde denuncia los peligros para el hombre del abuso de las nuevas tecnologías. 'García' (2023) se pasa al costumbrismo con todos los ingredientes de la novela clásica, ambientada en el Gijón de 1979.


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