Confieso que cada vez que me encuentro con soflamas y proclamas provenientes de personajes rancios con bigote y gafas oscuras que declaran su amor a la patria y abogan, más o menos, en favor de que España sea «una, grande y libre», envolviéndose en un discurso casposo y rancio, aunque uno no sea nacionalista, ni siquiera nacionalista asturiano, le entran ganas de aplaudir la deriva de Mas o de quien sea, que pretende huir de semejantes planteamientos. Lo que sucede es que quedarse en eso, frente al españolismo más rancio, sería, en el caso que nos ocupa, no ir más allá de una parte de la andadura, parte, a decir verdad, pequeña. Y, desde luego, tampoco se trata de eso, sino de no conformarse con tan corto recorrido. No se trata sólo de limitarse a una parte del asunto, sino que resulta obligado al menos intentarlo en su totalidad. Vayamos a ello.

En efecto, Artur Mas logró que las urnas estuviesen a disposición de la ciudadanía catalana el 9-N, con independencia de que lo que se planteaba como un referéndum soberanista no pasó de ser una especie de sucedáneo que permitió, no obstante, que depositasen su papeleta las personas que secundaron la propuesta del presidente catalán. Lo cierto es que la ciudadanía catalana sabía, de una parte, que aquello no era, formalmente hablando, decisivo, pero que su participación en el ritual respaldaba a las formaciones nacionalistas de su tierra.

Lo que hay que preguntarse es por el criterio seguido de parte de todas aquellas personas que decidieron no votar. Primera obviedad: las motivaciones no fueron, ni mucho menos, unánimes. Seguro que hubo quien no lo hizo por el mero hecho de saber que su voto no iba a decidir nada. Seguro que hubo quien no lo hizo por seguir los dictados de todos aquellos discursos que rechazaban la mera celebración de la consulta. Quedarían para los sociólogos los sondeos y encuestas acerca de todo ello.

No obstante, cabría barruntar que, de haber un fervor profundo y mayoritario por la independencia, los votos, todo lo testimoniales que se quieran, hubieran sido mucho más masivos. Por tanto, a Mas le correspondería no mostrarse tan eufórico a la hora de considerar que la participación que hubo en el 9-N simboliza una abrumadora mayoría favorable al independentismo en Cataluña.

Y, en lo que a Rajoy se refiere, (también a todos los que se situaron taxativamente en contra de la consulta) no hay ningún motivo para cantar victoria por la escasa participación de la que hablan. Porque, miren ustedes, el mero hecho de que Mas se decantase por ello implica un fracaso político en la medida en que no se quiso o no se arbitraron negociaciones que evitasen la convocatoria de la consulta. Falló la política en el caso del PP, que sólo se limitó a recurrir a las instituciones al ser incapaces de negociar otras salidas menos traumáticas para conservar la unidad de España.

Así las cosas, si Mas no debería cantar victoria al no conseguir que se secundase masivamente su invitación a votar a toda la ciudadanía catalana, Rajoy y compañía deberían reconocer su fracaso no sólo por haber sido incapaces de negociar otra salida, sino también por ser los principales artífices del creciente desapego entre Cataluña y España.

No caben ranciuras ni tampoco intransigencias, cuando la realidad es que se ha llegado a esta situación por la incapacidad manifiesta del Gobierno español para negociar una salida al encaje de Cataluña en España tras la gigantesca chapuza que supuso la forma en que se gestó el Estatuto de 2006. Y, por parte del nacionalismo catalán, no hay lugar para el entusiasmo en la medida en que todavía hay gentes que contemplan la posibilidad de que la situación pueda ser reconducida sin una ruptura definitiva.

Derrota inequívoca de Rajoy. Victoria pírrica y no consolidada la del nacionalismo catalán. Y queda mucho por delante para que todas las incógnitas puedan ser despejadas.