Tiene 85 años y vivía en Vallecas. Digo vivía, pues desconozco cuál será su paradero tras el oprobioso desahucio del que fue víctima. Ardientes aún los duelos por la muerte de una conocida aristócrata, sin que, de otro lado, hayan dejado de golpear en los mentideros patrios y en las escombreras catódicas los ecos resultantes del ingreso en prisión de una celebridad folclórica, ella, Carmen Martínez Ayuso, se convierte en la protagonista del momento que vive este país. Ella, Carmen Martínez Ayuso, tendría, sin duda, cabida en un episodio galdosiano.

Carmen Martínez Ayuso, sollozante, sin exhibicionismo de su dolor. Carmen Ayuso, sentada sobre una silla en su alcoba, en la que se ve un colchón al desnudo, es la imagen de esta España en crisis, de esta España saqueada, de esta España que ya no puede resistir tanta injusticia y tanto sufrimiento.

Carmen Martínez Ayuso, desde su abatimiento que nada tiene que ver con un dramón infecto, sin ni siquiera pretenderlo ella misma, es el detonante, aquí y ahora, de la rabia y el orgullo de un país, cuya ciudadanía no aguanta más, no está dispuesta a seguir soportando cotidianamente tantos y tan infames atropellos.

Aquí, no hay lugar para la demagogia. Aquí, no hay lugar para el sentimentalismo. Aquí, no hay lugar para la lágrima fácil e impúdica. Aquí, sólo hay lugar para decir basta y decirlo ya.

Carmen Ayuso, gota que rebosa y rebasa la paciencia, chispazo que enciende clamores que se elevan a las alturas de un grito imposible de acallar, viva imagen del dolor y la injusticia que, en verdad, convierten en anécdota otros duelos patrios. Uno, de Nodo. Otro, de vodevil.

Entiéndaseme bien. Ante la muerte de la aristócrata, hay que respetar el dolor de los suyos. No se trata de arremeter contra nadie, más en trances así. Entiéndaseme bien: la prisión es algo siempre indeseado, y no cabe sumarse a linchamientos mediáticos del circo nuestro de cada día.

Aquí se trata de muy distinta cosa, y es poner de manifiesto el significado de un episodio que plasma mucho más que ningún otro la miseria nuestra de cada día. ¿Qué le podría decir a Carmen Martínez Ayuso cualquier personaje de la vida pública que tiene la palabra igualdad en su discurso –y, a veces, hasta en su cargo–, pero que disfruta de un sueldo público fantástico por el dedazo de quien corresponda? ¿Con qué cuajo se pueden enarbolar declaraciones públicas de solidaridad con esta mujer que es víctima de una legislación a todas luces injusta, que el actual Gobierno no corrige y que el anterior, que además se reclamaba de izquierdas en sus siglas, defendió y hasta agilizó?

Coincidencias en el tiempo: la machadiana España de charanga y pandereta que tiene su circo en la majeza, en la chabacanería y en los chascarrillos más ramplones no le puede quitar, aunque lo pretenda, protagonismo a un episodio que nos deja muy claro no sólo quiénes somos, sino también, y sobre todo, cómo estamos.

Esa anciana, digo, Carmen Martínez Ayuso, a la que Galdós acogería en su obra, a la que el héroe valleinclanesco Max Estrella reconocería como heroína de nuestro tiempo, porque es el retrato del momento que vive un país, de un momento tan grotesco como injusto, de un momento que reclama, insisto, la rabia y el orgullo. Todo lo demás es charanga y pandereta, majeza y vulgaridad, oprobio y estupidez.

Esa anciana puede obrar el milagro de sacar de su tumba a Galdós y del Parnaso a Max Estrella.

Esa anciana es el santo y seña de una dignidad que se abre paso expresándose y que tiene como destino ser clamor.