Una verja marcaba, a fecha 21 de julio de 2015 a la hora del Ángelus, la separación entre las dos Asturias: la real y la oficial, o, si se prefiere, la del descontento y la gobernante. Al otro lado de la verja, se manifestaba la indignación. Intramuros, se iba a celebrar la votación para elegir a la persona a quien le tocaría presidir el Gobierno llariego durante los próximos cuatro años.
¡Qué cosas pasan en estos tiempos! Resulta muy sorprendente, a decir verdad, que un gobierno en funciones, socialista de siglas, se haya negado a recibir a una plataforma de trabajadores que se viene movilizando en defensa de su empleo y derechos. Y que, para mayor baldón, esa plataforma manifestase en la calle su rechazo a las expectativas que para ellos supone un nuevo gobierno que sería apoyado además por IU. ¿Alguien puede atreverse a despachar tales paradojas argumentando que los que allí se manifestaban eran unos extremistas antisistema, que la razón no les asistía? ¿Cómo no preguntarse a qué puede obedecer que, para las gentes que exteriorizaban su malestar en la calle, la inminente formación de un gobierno que se reclamará de izquierdas no provocase alivio alguno? Aquí algo tiene que estar fallando. Y es de esperar que nadie se atreva a poner como pretexto conspiraciones judeo-masónicas para justificar lo que nos viene sucediendo.
Un añadido a la puesta en escena de las dos Asturias. Había diputados de Podemos conversando con los manifestantes. Al menos, hay un grupo parlamentario que no rehúye la calle. Algo es algo.
Y seamos claros: ningún gobierno puede garantizar el mantenimiento de los puestos de trabajo de todas las empresas, pero eso no le exime de su obligación de recibir a ciudadanos que están pagando, más que nadie, las consecuencias de una crisis de la que no son causantes.
Sigamos arrojando claridad. ¿No es preocupante que las personas más desfavorecidas socialmente sientan la tremenda orfandad que supone no sentirse bajo la protección de unas instituciones que tienen como imperativo la garantía del llamado Estado del bienestar, máxime cuando las susodichas instituciones están a cargo de dirigentes políticos que exhiben siglas de izquierdas?
Y, por otro lado, ¿cómo no preguntarse al mismo tiempo por el papel que están desempeñando los llamados sindicatos mayoritarios ante situaciones como las que denunciaban en la calle quienes representaban a las personas afectadas por cierres, despidos, ERES, desahucios y un larga lista de calamidades que ahogan cada vez a mayor número de ciudadanos?
La Asturias real y la Asturias oficial. La Asturias de una juventud que apenas tiene acomodo laboral en su tierra, la Asturias de los desahuciados y desempleados, la Asturias de la creciente indignación ciudadana, frente a aquella otra que decide sus propios sueldos, que se permite hacer nombramientos a dedo con cargo al erario público, que cada vez cuenta con mayor número de profesionales de la política que carecen de destino laboral al que regresar.
¿Cómo es posible que apenas nadie se pregunte qué está pasando aquí? ¿Cómo es posible -insisto- que nadie se pare a pensar, no sin consternación y dramatismo, a qué puede obedecer que a quienes estaban al otro de la verja les resultasen indiferentes las siglas del partido que va a gobernar Asturias?
¿Alguien puede negar la gravedad que todo ello implica?
¿Hasta cuándo, hasta dónde y hasta qué extremo va a seguir obviando la Asturias oficial el desapego y el rechazo que le sigue mostrando de forma creciente la Asturias real?
Y, hablando de realidad, hora va siendo ya de que se ponga fin a la farsa que supone continuar con la falacia de quienes se siguen proclamando valedores de derechos y libertades, al tiempo que la ciudadanía se sabe menos representada y más desprotegida.