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Luis Arias Argüelles-Meres

Desde el Bajo Narcea

Recuerdos de Oviedo: La estación de la RENFE y su reloj: Tiempos y espacios

« El camino es siempre mejor que la posada». (Cervantes).

«Las pasiones son los viajes del corazón». (Paul Morand).

ALEX PIÑAReloj que marcaba espacios, reloj que marcaba tiempos, reloj que confirmaba rutinas. Siempre estaba allí, como el «hoy es siempre todavía» machadiano. Me refiero al reloj de la estación de la Renfe en Oviedo. Durante muchos años, una rutina semanal: ir al cine Aramo a la sesión de las siete y media, y, al salir, el citado reloj marcaba siempre las diez menos cuarto. Durante un curso académico de estancia en Madrid: llegada a Oviedo los sábados a primera hora de la mañana. Viaje a Madrid desde Vetusta los domingos a las once y media de la noche. Debo decir, a este propósito, que el tren expreso fue el más literario que conocí.

Reloj, aunque ajeno a las teorías kantianas, que tenía como misión –reitero– marcar tiempos y espacios. No dejaba de ser paradójico que, si bien la puntualidad precisa no era un rasgo inequívoco de la Renfe, su esférico reloj, que se puede seguir viendo desde cualquier punto de la calle Uría, marcaba la hora exacta.

Reloj de la Renfe como antojana y antesala del camino, del viaje, del camino que, como supo atisbar Cervantes, siempre es preferible a la posada. Reloj de la Renfe, silencioso, frente al de la Caja de Ahorros, también clásico. Él y su esfera, visible a lo lejos.

En alguna ocasión pensé que marcaba el ritmo de nuestra heroica ciudad. Al llegar de Madrid, cuando alcanzaba la esquina entre las calles Uría y Toreno, siempre volvía la vista para mirar la hora en el mencionado reloj. Oviedo me parecía una ciudad pequeña, casi de juguete y, sobre todo, a la medida de un ritmo de vida cómodo y llevadero, sin bullicio, sin distancias inabarcables para la vista y para los paseos a pie. La sensación de estar en casa era total cuando miraba el reloj de la Renfe. Un espacio ‘atopadizo’ y abarcable. Un tiempo de regreso a casa entre el sábado y el domingo, casi lunes.

Permítanme que regrese a aquellos momentos de salida del cine Aramo, a las diez menos cuarto. El reloj de la Renfe era la confirmación de la vuelta a la realidad tras dos horas largas de ficción. Era también la quietud de un instante tras el movimiento de la historia con que se expresa siempre el séptimo arte. La mayor parte de las veces, claro está, era de noche. Mojada la calle Uría frecuentemente. A veces, y era lo más literario de todo, la niebla de la realidad, frente al esplendor coloreado de la ficción en formato cinematográfico.

En la mente bullía la película que acababa de ver, sus voces, sus ecos, determinadas imágenes, impresiones vivas, incorporadas en mis adentros. Pero allí estaba el reloj de la Renfe que marcaba la hora siempre, es decir, las diez menos cuarto; me señalaba, así, el regreso a la realidad, a una realidad de viandantes por las aceras en hora de recogida, a una realidad de coches circulando despacio, de semáforos, por lo común, en ámbar.

Se diría que yo sacaba a pasear la historia que acababa de ver y que me acompañaba también en la cena, e iba esa historia diluyéndose poco a poco, en un proceso paralelo a la digestión. Nutrientes de fantasía que terminaba de engullirme a la salida del cine, salida atestiguada por el reloj de la Renfe.

¿Y cómo no recordar aquellos viajes, de ida a y vuelta, a Madrid a los que hice ya mención? En el recorrido por la calle Uría, el reloj de la Renfe me informaba del tiempo disponible hasta la hora fijada de salida del tren. Ya en el andén, era todo un acontecimiento el momento en que aquel expreso ‘Costa verde’, proveniente de Gijón, se estacionaba. Toda una noche para viajar con continuas paradas, con un ritmo lento, y hasta cansino, por Pajares. Pero, antes, el ritual de las despedidas, al soldado que regresaba a su regimiento, al familiar que se iba de casa, al novio o a la novia, al amigo, al cónyuge… a quien fuese. Toda una escenificación melancólica cuando alguien se subía al tren y continuaba hablando con la persona que lo había acompañado hasta allí, manos que se estiraban, besos en el último instante, gestos que abrazaban.

Cuando arrancaba el expreso, me preguntaba si, las personas que habían ido a despedir a alguien, tras dejar la estación a pie, volvían la vista a mirar el reloj en algún momento de su recorrido, o si no reparaban en eso y continuaban, para sus adentros, el ritual de despedida.

Aquello era pura realidad, ciertamente, pero realidad no menos literaria en muchos casos que las historias que veía proyectadas en el cine Aramo. Las películas, como escribí más arriba, me seguían acompañando, mientras que las gentes que se marchaban de la estación tras haber despedido a alguien llevaban también consigo voces, ecos, imágenes, gestos, momentos compartidos. La persona a la que habían besado minutos antes era, poco después, un espectro saltarín e intenso en sus pensares y sentires.

Arrancaba el tren expreso, recorriendo Oviedo por la noche y se llevaba con él parte de lo sucedido en la ciudad hasta el momento mismo de su partida. Arrancaba el tren expreso, empapado de la atmósfera de Oviedo, de su noche, casi siempre neblinosa y mojada. Arrancaba el tren expreso y los viajeros se convertían en una especie de muñón de quienes los habían despedido, muñón invisible e inasible, pero no por ello bajo en intensidad.

Reloj de la Renfe, marcador y testigo, notario incluso, de momentos de tránsito entre la ficción y la realidad, también entre la realidad y la imaginación de los viajeros y sus acompañantes.

Momentos de transición, a veces, dulces, en ocasiones, inquietantes. La vida se ensanchaba si la película había hecho mella en nosotros. Con su historia a cuestas íbamos camino de la realidad, una realidad que marcaba las diez menos cuarto de la noche.

La vida sentía orfandad cuando la persona que regresaba a casa se dejaba acompañar por los recuerdos de la despedida.

Reloj de la Renfe, referencia personal de tiempos y espacios, de cine y viajes, de caminos preferibles a la posada, de posadas andantes que se desgajaban de las raíces.

El viaje, siempre el viaje. El camino, siempre el camino. El cine, siempre el cine. La despedida y el reencuentro. Holas y adioses. Reloj que marcaba todo aquello a ritmo de melancolías y euforias, de idas y venidas entre lo soñado y lo vivido.

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Sobre el autor

Luis Arias Argüelles-Meres es escritor y profesor de Lengua y Literatura en el IES "César Rodríguez", de Grao. Como columnista, publica sus artículos en EL COMERCIO sobre,actualidad, cultura, educación, Oviedo y Asturias. Es autor de los blogs: Desde el Bajo Narcea http://blogs.elcomercio.es/desde-el-bajo-narcea/ Desde la plaza del Carbayón http://blogs.elcomercio.es/panorama-vetustense/


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