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Luis Arias Argüelles-Meres

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Recuerdos de Oviedo: El Palacete de Concha Heres

«Seis honrados servidores me enseñaron cuanto sé. Sus nombres son cómo, cuándo, dónde, qué, quién y por qué». (Rudyard Kipling).

«Inocente es quien no necesita explicarse». (Albert Camus).

Toreno, 5, ático 3º derecha. Allí nos mudamos en 1973. Mi madre se enamoró de las vistas de aquel piso tan pronto puso los pies allí. Desde el despacho de mi padre, hasta el salón y la terraza de la casa, el Campo de San Francisco y el palacete de Concha Heres eran las primeras referencias y preferencias tan pronto nos asomábamos. Y, más allá, se veía el Aramo con todas sus variables estacionales. Desde el ventanal de la cocina, el Naranco constituía otro de los regalos con que aquella vivienda obsequiaba a los ojos. El tránsito de coches por la calle Toreno era contrarrestado no sólo atmosféricamente por el Campo de San Francisco, sino que además el palacete de Concha Heres, aparte de su belleza, resultaba también balsámico en cuanto a la tranquilidad que daba asomarse a una arquitectura que no sólo daba cuenta de una estética admirable, sino también de un tiempo sin bullicios.

Al mismo tiempo que se observaba un tránsito incesante de coches, resultaba todo un contraste observar el palacete y sus alrededores, donde lo único que se movía era el jardinero con sus aperos cuidando el exterior de tan soberbio edificio. Dos ritmos de vida, que se correspondían con tiempos históricos muy diferentes y que, sin embargo, confluían en un mismo espacio. Por tanto, contemplar aquellas vistas iba mucho más allá de un mero placer estético, daba mucho de sí y constituía todo un modelo de aprendizaje.

Lo cierto es que, a lo largo de aquellos años, hasta que el palacete fue demolido para erigir allí lo que es la mole actual, nadie se planteaba la posibilidad de que aquello tuviese los días contados a resultas de esa insensibilidad manifiesta a la que suele llamarse especulación. Lo cierto es que el palacete de Concha Heres, más allá de las circunstancias concretas de lo que fue la trayectoria vital de su dueña y señora, significaba también una suerte de desquite de aquella arquitectura indiana que había sido tan mal tratada por la soberbia prosa de Clarín en ‘La Regenta’. Aquel ejemplo de arquitectura indiana había vencido el paso del tiempo y formaba parte de lo más hermoso de la ciudad, hasta que llegó la piqueta.

Fíjense: recordar su demolición me lleva a pensar en un doble fracaso, o, más bien, en una doble injusticia: de un lado, la arquitectura indiana en Asturias fue mal recibida en su momento por nuestros literatos más insignes y, de otra parte, andando el tiempo, una de sus joyas, como es el caso que nos ocupa, no pudo ser defendida de la piqueta.

Y es que, si nos emplazamos en el momento en que sucedió aquella infamia, un ilustre listado de notables, de lo que eran entonces las fuerzas vivas de nuestra heroica ciudad, se movilizaron para evitar la demolición del palacete, pero sus esforzadas idas y venidas resultaron, como es sabido, de todo punto infructuosas.

Porque, más allá de la circunstancia concreta de aquel episodio de tan triste recuerdo, lo que aquello simbolizó fue lo poco que contamos a la hora de defender lo nuestro, lo insignificantes que somos. La Administración estatal, entonces implicada en aquello, puesto que se trataba de erigir allí el edificio del Banco de España, fue ciega, insensible y sorda a los clamores que pretendían frenar semejante desmán estético.

Y es que, aunque tan sólo fuese por simbolizar la gratitud hacia el gran impulso de modernidad que en Asturias supusieron los indianos, el palacete de Concha Heres debería seguir en su sitio dando noticia del esplendor de una de las grandes aventuras que colectivamente vivió esta tierra encontrando en América las oportunidades que aquí se negaban, y, en no pocos casos, regresando no sólo con una fortuna considerable, sino también y sobre todo con proyectos de modernización para su lugar de origen, proyectos de modernización que tuvieron sus esplendores en joyas arquitectónicas como la que nos ocupa y también en la construcción de escuelas que nos sacasen del atraso y de la miseria, que nos emancipasen como sociedad.

Por otra parte, como se sabe, la demolición de marras sucedió en un tiempo en el que la transición política daría sus principales frutos institucionales. A saber: la Constitución y el llamado Estado de las Autonomías. Tiempos de vísperas que, como dije antes, preludiaban nuestro escaso peso para hacer valer lo mejor de nosotros mismos.

Palacete de Concha Heres. Recuerdo las protestas en la calle. Recuerdo la desolación que se apoderó de nosotros. Recuerdo la impotencia colectiva. Recuerdo aquella amarga experiencia que supuso estar presenciando un atropello y un oprobio y que supuso también que no bastaba con conspiraciones de salón y con puestas en escena de fuerzas vivas que acaso se preocupaban mucho más de sí mismas que del resto de las cosas.

Las grúas y piquetas hicieron su trabajo, desgarrador, en este caso. Oviedo se quedaba sin un testigo de uno de sus momentos históricos de esplendor. Las vistas desde nuestra casa de la calle Toreno seguían siendo un lujo, pero habían quedado despojadas de algo tan valioso y tan mágico como era el poder asomarse a la vez a dos flujos históricos diferentes.

Estoy por asegurar que los pianos de cola que allí se guardaban esperaron ser utilizados para entonar ayes de indignación. Estoy por asegurar que hasta las raíces y cimientos de todo aquello sufrieron desgarrones sobrecogedores. Estoy por asegurar que nuestra historia reciente se sintió abochornada. Estoy por asegurar que, con la demolición del palacete de Concha Heres, Oviedo y Asturias vivieron una derrota de la que aún no estamos repuestos.

Ya digo: el esplendor dejó de estar a la vista. Nuestros ojos acusaron desde entonces una nostalgia que no abandonarán jamás. Oviedo no supo mandar parar. Y aquella demolición formará parte siempre, siguiendo a Renan, del repertorio de nuestros remordimientos colectivos.

Mientras, tengo para mí que los pianos siguen queriendo ser oídos y que la intrahistoria de Oviedo se sabe deudora de Concha Heres. Mientras, la nueva mole erigida consiguió un milagro: a pesar de su enormidad monocorde e informe, nació para ser invisible y quién sabe si también inservible. Insensible, desde luego.

Y desde entonces y para siempre.

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Sobre el autor

Luis Arias Argüelles-Meres es escritor y profesor de Lengua y Literatura en el IES "César Rodríguez", de Grao. Como columnista, publica sus artículos en EL COMERCIO sobre,actualidad, cultura, educación, Oviedo y Asturias. Es autor de los blogs: Desde el Bajo Narcea http://blogs.elcomercio.es/desde-el-bajo-narcea/ Desde la plaza del Carbayón http://blogs.elcomercio.es/panorama-vetustense/


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