Si se cumple la amenaza que vaticinan los sondeos en el sentido de que el PSOE se convertirá en tercera fuerza política por vez primera en casi cuarenta años, no sólo se tratará de una hecatombe para un partido que hasta el momento fue hegemónico, sino que se puede dar por seguro que el liderazgo de Pedro Sánchez alcanzará el récord de la brevedad al frente de la formación socialista.

Dicho lo cual hay que tener en cuenta que esto que se vaticina no es consecuencia de que la coalición Unidos Podemos esté generando un entusiasmo desbordante entre la ciudadanía, equiparable al que produjo Felipe González en el 82, sino que se trata de muy distinta cosa.

No le cabe al PSOE escorarse aún más a la derecha. Y, por lo que parece, las siglas han dejado de ser un salvoconducto que libra a este partido de sus contradicciones a la hora de hacer políticas de derechas, a la hora de haber estrenado los recortes, a la hora de haber pactado con el PP una cesión de soberanía en lo económico, a la hora de andarse con paños calientes en lo que concierne a la laicidad del Estado, a la hora de no plantear que se tienen que acabar los privilegios de la mal llamada clase política.

No, este país no se ha vuelto de extrema izquierda, lo que sucede es que cada vez son más la ciudadanos que constatan que, promesas y puestas en escena al margen, el PSOE no está dispuesto a llevar a cabo políticas de izquierdas, de izquierdas sin eufemismos.

Y aquí radica la desnudez de un partido que no gestionó nunca como cabía esperar sus escándalos de corrupción, que es tibio en materia de políticas sociales avanzadas, que, gobernando, mimó más a los bancos y a las grandes compañías eléctricas que al conjunto de los ciudadanos más desfavorecidos.

Cierto es que tiene una indudable habilidad el señor Iglesias a la hora de hacerse pasar por sucesivos envoltorios ideológicos, según las ocasiones. Pero si Unidos Podemos le gana terreno al PSOE no es por la elocuencia de esta coalición, sino por las contradicciones de un partido que lleva demasiado tiempo viviendo de unas rentas que le dan sus siglas. Y, claro, llega un momento en que ese patrimonio –en este caso, el de un legado histórico–, a fuerza de traicionarlo, se termina, se convierte en calderilla.

De ahí que haya tanta desesperación en los mítines, tanta agresividad contra sus competidores, que, según todo parece indicar, no sólo son de izquierdas en sus siglas, aunque nunca se sabe.