Tenemos que confesar que tras el inesperado –además de indeseado e indeseable– triunfo de Trump en Estados Unidos, el miedo se había instalado entre nosotros ante la posibilidad de que Marine Le Pen nos diera otro susto escalofriante el pasado domingo. Por eso, la victoria de Emmanuel Macron, totalmente cargada y recargada de reservas e incógnitas, supuso un alivio, y no precisamente por el hecho de que el nuevo presidente francés constituya una esperanza, sino porque, si hubiese ganado Le Pen, un fantasma estaría recorriendo ahora mismo el mundo y Europa, el fantasma del fascismo, aunque sea con sus disfraces posmodernos.
¿Todavía nos queda París? De momento, hay que anotar que, en Francia, «la vieja política», si por tal entendemos los partidos que fueron hegemónicos durante las últimas décadas, acaban de fracasar estrepitosamente, con un líder conservador enfangado en escándalos de corrupción y con un partido socialista, cuyas políticas cada vez vinieron siendo más próximas a la derecha más tradicional. Desde luego, ambas cosas en nuestro país nos suenan y no poco.
Ahora bien, eso no significa que el señor Macron represente un avance con respecto a la vieja política, o, si se prefiere, con respecto a los partidos tradicionales. De entrada, da la impresión de que, al tiempo que su discurso plantea la superación de la vieja política, su proyecto se basará en una especie de síntesis de los planteamientos de esos partidos a los que, paradójicamente, el nuevo presidente considera anquilosados.
¿Todavía nos queda París? Francia, con su nueva novela, con sus nuevos filósofos, con su nueva política, con su obsesión por la novedad, por lo común, más aparente que real. Macron no se va a caracterizar por una política más social que la que se vino haciendo hasta ahora, no parece estar sensibilizado tampoco con esa desigualdad creciente en la sociedad francesa, en cuyos guetos ya sabemos que hay auténticos polvorines, cuyos estallidos son más reales que posibles. Se decantará, probablemente, por cambios más cosméticos que reales. Pero, mientras tanto, es de esperar que la vieja política, sobre todo, el Partido Socialista reaccione y caiga en la cuenta de que su misión no consiste en ser una derecha descafeinada. Si, como cabe esperar, Macron piensa aplicar las políticas socioeconómicas que hasta el momento, además de ser injustas, constituyen un fracaso, es de suponer que represente un paréntesis en el que Francia vuelva a repensarse y a reinventarse.
No obstante, ahí queda eso: los polvorines sociales en los guetos, el alto porcentaje de votantes de Le Pen y la decadencia de los grandes partidos. El resultado de todo ello: que un personaje sin un partido fuerte que lo apoye consiga la Presidencia de la República, sin un partido fuerte que lo apoye y con recetas socioeconómicas que conocemos y también padecemos.
Y, desde estos andurriales hispanos, estaremos muy atentos, intentado aprender.