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Alejandro Carantoña

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Pimagán

A aquella mujer Pumarín le parecía de lo más chic, porque lo leyó en un cartel de la autopista entrando en Oviedo y la velocidad se llevó la tilde: parecía francés. Así, con los labios fruncidos, ese «Pumarín» tan de aquí, con una rotunda ene final, como en «gong», venía a pronunciarse en su cabeza «Pimagán».

El ataque de risa al escuchar esta anécdota duró días, hasta que fue cortado repentinamente por el descubrimiento de que un caballero francés –Christophe Ono-dit-biot, Le Havre, 1975– ha pegado el pelotazo editorial con una picante novela ambientada en parte en Asturias, à la Pimagán. La amante del protagonista, según publicaba este periódico el jueves, lleva una Cruz de la Victoria tatuada en la nalga. Ya se han vendido 200.000 copias en Francia y le han dado dos premios importantísimos. Y no es la primera vez que ocurre en tiempos recientes: el libro más vendido en lo que llevamos de siglo XXI –unos 80 millones de copias– tiene por villano a un tipo criado en Oviedo. Sí, el de El código Da Vinci.

Situemos pues la acción de esta historia en una cálida tarde de otoño en un bar de barrio en Gijón. En el grupo, otro juntaletras que ultima las galeradas de un libro de no ficción comparte ideas sobre novelas que nunca escribiremos. Expone una frustración recurrente entre los plumillas de la región: «Me da noséqué poner “Asturias” en una novela. Y no sé cómo llamarlo, porque, en fin, es Asturias. Pero me atreveré: será Gijón o no será». Profundicemos en el trauma: ya a ciertos músicos de los 90 les daba apuro sonar españoles y a no pocos autores y cineastas, manejar un código que no fuese importado. O impostado, mejor.

Poco a poco se va curando, pero el autor en ciernes no podía evitar lamentarse de que Nacho Vegas hubiese quemado, allá por 2006, la última de las socorridas máscaras: referirse a esto con un ambiguo y elegante Norteña. Ahora, toca buscar o copiar otro alias en pos de la universalidad.

¿Por qué? Pues porque parece, concluimos, que las historias espolvoreadas con otros lugares a los que habitualmente frecuentamos tienen una mayor esperanza de vida, más fuste y mejor alcance; que, si no, se corre el riesgo de caer en una especie de trabajo etnográfico condenado a una edición fea y con algún sello institucional mayor que el propio título, a una balda de biblioteca, a un costumbrismo demasiado alejado de las mieles de los auténticamente grandes: los de fuera. Una paletada espléndida.

Parece que nos da miedo pulsar Asturias empleando una tecla que no sea la de la realidad social, la del retrato, en lugar de usarla como base o trasfondo; desistimos del empeño antes de empezar si no va a ser posible superar a Clarín, desterrar a Jovellanos o rozar la gloria de Ayesta. Para que luego llegue este caballero, plante una Cruz de la Victoria en una nalga y arrase con un exotismo que nosotros mismos desconocíamos. ¿Qué le habrá llamado tanto la atención? ¿Acaso no hay nutrias asesinas en Le Havre? ¿Trepidantes obras públicas a medio hacer? ¿Jugosísimas tramas de novela negra? ¿Buenas historias, a secas? Quizás sea que aquí nos sobran. Las historias, por supuesto; pero también, y sobre todo, los complejos. Escriban, norteños. Escriban sin miedo. Escriban bien.

[Este artículo apareció publicado originalmente en la edición impresa de El Comercio del día 7 de diciembre de 2014.]

Sobre el autor

Letras, compases y buenos alimentos para una mirada puntual y distinta sobre lo que ocurre en Asturias, en España y en el mundo. Colaboro con El Comercio desde 2008 con artículos, reportajes y crónicas.


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