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Alejandro Carantoña

En funciones

¡Esto no es un lujo!

Hay escenas que repugnan en lo inmediato, en la arcada directa e instintiva. Hay otras que, en cambio, provocan una agitación algo más íntima, pero muy estremecedora, como de conciencia. Son los martillos del Estado Islámico acabando con el patrimonio milenario de Mosul, en Irak, que además permiten imaginarse con demasiada vividez la destrucción absoluta de la ciudad de Nimrud esta misma semana, excavadoras mediante.

La barbarie de estos salvajes es tal que no se contentan con apretar donde más duele, sino que se ocupan ahora de borrar todo aquello que nos convierte en humanos: esas estatuas y monumentos, que seguían en pie de casualidad —porque a nadie nos habían importado hasta ahora— simbolizaban el poso de la civilización, el peso del progreso y el paso del tiempo, tres de los pilares que conforman este mundo imperfecto aunque maravilloso.

A esta habitación de hotel, sin embargo, no llega el sonido de los martillos ni el crujir de la piedra: llega el sonido lejano y trabajoso de un violonchelo que estudia Bach a marchas forzadas para el concierto; llegan los gorgoritos de una soprano que intenta vencer al sueño antes de ir al ensayo; y respira todo él —igual que todo Bilbao— el chorreo de Bach y Händel en que se ha convertido este fin de semana, en que se celebra el festival Musika-Música en la ciudad.

Es curioso que el viernes, mientras que aquí empezaba esta celebración festiva de nuestro patrimonio musical, en Sevilla arrancase otro festival de música antigua; y en Oviedo, a su medida, otro más —el de los jóvenes musicólogos de Asturias—. Y los que habrá por el resto del continente justo ahora, justo estos días, empleando a tantos chelos y tantas sopranos y tantos músicos como estos que se afanan en hacer lo suyo, que no es más que mantener vivo lo nuestro. El poso, el peso, y el paso del tiempo.

Aquí la venta de entradas ha sido un éxito y el esfuerzo de todos, ímprobo, para brindar al público una hora, quizás dos, de auténtico disfrute, pero también para blindar eso que nunca nos van a poder arrebatar.

Porque en el silencio que separa a los Concerti grossi, o en algún pianísimo, sí se cuela el martilleo lejano de los bárbaros entre los bárbaros, recordándonos que en este rincón de la galaxia aún podemos entender —¿por cuánto tiempo?— una Oda para el día de Santa Cecilia como un acto de belleza en sí mismo y no como un acto de resistencia, como al parecer se ha convertido en otros lugares mucho menos afortunados.

No sabemos la suerte que tenemos de no tener que sortear las bombas y esperar no ser castigados por contemplar un templo de miles de años; de haber nacido y de vivir en un país, un continente donde un Museo del Prado es algo tan sagrado que algunos se atreven a pensar que es un lujo, ahora que estamos en tiempos de crisis.

Lo erróneo de esa percepción, que es todo, esconde al tiempo la tranquilidad que nos da el sentir que Bach siempre va a estar ahí, y que siempre se colará un chelo por debajo de la puerta. Pero ese martilleo lejano, esa locura enajenada y ensimismada que puede barrer en segundos el poso de una civilización entera se acerca cada vez más, como una amenaza. Y solo nos faltaba abrirle las puertas al enemigo de par en par: ¡esto no es un lujo! Hoy le ha tocado a Irak, pero mañana no puede tocarnos a nosotros. Y que siga sonando la música.

[Este artículo apareció publicado originalmente en la edición impresa de El Comercio del día 8 de marzo de 2015.]

Sobre el autor

Letras, compases y buenos alimentos para una mirada puntual y distinta sobre lo que ocurre en Asturias, en España y en el mundo. Colaboro con El Comercio desde 2008 con artículos, reportajes y crónicas.


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