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Alejandro Carantoña

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Un euro a la Semana

Primero, la pelea. Luego, la debacle: ya con la XXVIII Semana Negra cerrada, no merece la pena tratar de escamotear un análisis urgente, y en el que hay que insistir tanto como sea necesario.

Para empezar por lo general, y saludándolo ante todo como un síntoma de la buena salud del verano cultural gijonés, observemos que hemos acabado por tener tantos festivales en verano como carreras populares el resto del año. Y bien sabrá cualquiera que haya salido a contar «runners» por el Muro que no son pocas.

Esta eclosión llegó a su culmen el año pasado cuando, por azar o por inquina, Metrópoli y la Semana Negra coincidieron en fechas. La organización del veterano festival negro, haciendo gala de su característica susceptibilidad, vio en esto un ataque frontal por parte del ayuntamiento forista (según la Semana Negra siempre hay alguien intentando destruirla). Metrópoli y el ayuntamiento lo negaron, pero la espita estaba abierta y, por no perder las buenas costumbres locales, competimos antes que hablamos.

Como las comparaciones son inevitables —aparte de odiosas—, a algunos nos dio por contraponer balances. El resultado fue que el uno no debía temer al otro, más bien al revés: Metrópoli y la Semana Negra son, por naturaleza, festivales lo suficientemente dispares como para poder coexistir, y eso que ambos ofrecen comida, bebida y conciertos. Eso nos hizo preguntarnos si no acabarían por absorberse o fusionarse, habida cuenta de que —tal y como se ha visto este año— no son pocos los hosteleros y músicos que están presentes en ambas citas.

Gracias a la brecha, el hermanamiento ni ha ocurrido ni tiene pinta de ir a ocurrir: Aceptada esta realidad ¿qué podrían, al menos aprender los unos de los otros? Aquí es donde encaja la pelea, y el largo historial de eso que la dirección de la Semana Negra llama «normalidad»: aunque se dice que por la Semana Negra han pasado cinco veces más visitantes que por Metrópoli este año, el caso es que en el festival recién llegado no hay constancia de ninguna pelea, coma, tiroteo o electrocución. Y eso ¿por qué? ¿Por los horarios, porque son más civilizados, porque hay una unidad militar en el recinto?

Sospecho que es por el euro y medio que cuesta la entrada de Metrópoli, frente a la gratuidad de la Semana. Con algo tan nimio (que además difícilmente va a dejar a nadie fuera), se ahorraría (o se reforzaría) el trabajo de toda esa legión de trabajadores desbordados, y cuya situación ha sido denunciada públicamente por varios de ellos en esta edición, como el músico Xabel Vegas, a raíz de la pelea de marras.

Además, con ese euro y medio (¡o un euro: precios populares!) la Semana podría mejorar, y renunciar tanto a los impresentables que van a montar su Vietnam particular como al dinero de algunos hosteleros y feriantes perfectamente prescindibles, por marrulleros, si no directamente por violentos.

Es lo que este incidente revela: que no es menos democrático, menos de izquierdas ni menos combativo evitar que la gentuza dinamite lo que algún día fue un buque insignia, un mascarón cultural y festivo que ha crecido con muchos de nosotros. La Semana Negra necesita alimentar el entusiasmo y la confianza de quien la ha perdido (que no son pocos) y, sobre todo, sobre todo, cerrar la fractura que desde hace años se viene abriendo entre quienes están a favor y quienes están en contra: la Semana Negra, por mucho que insistan los unos, los otros, y los de más allá, no necesita a sus enemigos para existir. Con un euro, bastará.

[Este artículo apareció publicado originalmente en la edición impresa de El Comercio del día 26 de julio de 2015.]

Sobre el autor

Letras, compases y buenos alimentos para una mirada puntual y distinta sobre lo que ocurre en Asturias, en España y en el mundo. Colaboro con El Comercio desde 2008 con artículos, reportajes y crónicas.


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