En funciones es la serie de artículos de opinión que, cada domingo desde noviembre de 2014, aparecen en la sección de Cultura de la edición impresa de El Comercio, y cada lunes siguiente, aquí.
Bastó con que Pemán escribiese Mis almuerzos con gente importante para que a Manuel Vázquez Montalbán, tiempo después y ya en plena democracia —en los primeros 80—, le diese por crear esa genialidad que es Mis almuerzos con gente inquietante, reverso irónico y mucho más interesante. El libro de Montalbán, que todo periodista debería leer, es un paseo gastronómico razonado por una amplia colección de personajes que le inquietan y un bofetón elegante a la escritura institucionalizada y dócil. Es decir, Bibi Andersen, el duque de Alba, Jesús Quintero, etcétera. Y es, contra todo pronóstico, fascinante. Es una foto fija (y quizás involuntaria) de la Cataluña inmediatamente posterior a la Transición.
Igual que ese libro descolla entre los demás cada cierto tiempo, resulta que también van apareciendo, desperdigadas, novelas de la serie Carvalho oportunamente: El premio, Los mares del sur… Desapercibidos, humildes pero constantes, los libros de Montalbán, como una gota malaya: la foto fija (y de involuntaria no tiene nada) de todas las cataluñas posibles, hasta llegar a esta. La de este domingo.
Cuando era realmente muy pequeño me hice una foto con Manuel Vázquez Montalbán en la Feria del Libro de Madrid. Y lo cuento solo con la reverencia de quien ha podido pasar cerca de un héroe desaparecido, y no con la intención de escribir lo que queda de esta columna refiriéndome a él como «Manolo», que es lo que hacen esos aduladores que alguna vez se lo han cruzado comprando el pan y a los que les ajustaría las cuentas, debidamente, en novelas como ‘El premio’.
El caso es que aquel señor tan grande y que siempre ha escrito tan claro y ha comido tan bien era, en aquellos tiempos y en los inmediatamente siguientes a su muerte (en 2003) el tipo de faro y referente catalán que está en vías de extinción: Josep Pla hace tiempo que calló; las viñetas de Bruguera son, como mucho, un acto de nostalgia; Marsé sigue recluido en su rincón; Vila-Matas ya ha cumplido con su deber; y así se dibuja un largo etcétera de silencios o de relevos generacionales que, puede que simbólicamente, ha culminado esta semana con la defunción de Carmen Balcells.
La colección de personajes variopintos, e inquietantes como diría Montalbán, han dejado su plaza a un paisaje de voces mucho más uniforme y superficial. Los columnistas se han vuelto cortoplacistas y despreocupados; los autores, salvo contadísimas excepciones, nos han dejado huérfanos de opiniones contundentes y transparentes, y han perdido el nervio identitario para sobreponerse al ruido.
Ocurra lo que ocurra hoy en las urnas, la cosa es esperpéntica y el grado de manipulación del discurso se ha vuelto casi insoportable. No desde una perspectiva política, ojo, ni siquiera retórica: simplemente intelectual y literaria. Hace tiempo que cuesta disentir de un punto de vista, de una línea editorial, sin perderle el respeto a quien esté detrás.
Cabía la posibilidad de que esa decencia, esa coherencia casi suicida, fuese recogida por quienes alguna vez, en su juventud, pudieron tener a Montalbán por maestro e incluso hubiesen recibido bula para llamarle Manolo. Que hubiesen sido investidos para tomar las riendas (intelectuales, se entiende) de todo lo que estaba ocurriendo y estaba por ocurrir. Pero no ha sido así: solo de este modo se explica que hayamos llegado a esas bochornosas peleas de banderas y esperpentos varios. Solo se explica por haber perdido (y hay que volver a él) a Manolo, el catalán.