En funciones es la serie de artículos de opinión que, cada domingo desde noviembre de 2014, aparecen en la sección de Cultura de la edición impresa de El Comercio, y cada lunes siguiente, aquí.
El pasado lunes no fue un día cualquiera. No lo fue en Madrid y no lo fue en Arteixo: el pasado lunes, el uno en Galicia y el otro en la capital, dos hombres cumplían ochenta años. Concretamente, el segundo más rico del mundo, Amancio Ortega, y el primer escritor más comentado de España y de América Latina, Mario Vargas Llosa. Los dos lo hicieron en el trabajo. En la oficina. A su manera.
A Amancio Ortega su hija Marta (cuenta el Faro de Vigo) le organizó una sorpresa en forma de montaje digno de los Rolling Stones en Cuba: pantallas gigantes, cámaras por doquier y un paseíllo de empleados que en la más multitudinaria intimidad le dieron un aplauso y una tarta. Los que no pudieron saludarle (no por ganas, dice el periódico, sino porque son 4.000 los empleados de Arteixo) pudieron seguir los fastos en directo. No ha trascendido nada más. Amancio Ortega, recordaba el artículo, es el segundo hombre más rico del mundo y tiene 130.000 empleados en todo el planeta. Silencio y un discreto runrún, eso sí, sobre si se trata de un oscuro personaje de cuernos retorcidos o de un monumento al orgullo empresarial español. Es fácil imaginarlo obviándolo todo, dejándose agasajar y sí, emocionándose. Fin.
Mario Vargas Llosa, en cambio, acuñó una nueva modalidad de cumpleaños, variante del cumpleaños masivo, que podría perfectamente pasar a llamarse «cumpleaños de Estado» a partir de este momento. Un hotel carísimo de Madrid y casi cuatrocientos invitados, especialmente poderosos o famosos: Felipe González, José María Aznar, James Costos, Federico Jiménez Losantos, Albert Rivera, Iñaki Gabilondo, Sebastián Piñera. Etcétera.
En esta ocasión, la fiesta no solo conllevaba la morbosa presencia de Isabel Preysler, sino que se extendió aún un par de días con simposios y conferencias. Con más presidentes (Rajoy también) y más hablar sobre todo y sobre todos. Como broche, el recital acústico «Nobel contra Nobel», un dueto sobre literatura y geoestrategia, aproximadamente, entre Vargas Llosa y Orhan Pamuk que ha hecho las delicias de la prensa cultural.
Decía el escritor peruano que no entendía muy bien la atención mediática que está recibiendo últimamente, como si lo más normal fuera celebrar bautizos y comuniones en el Villa Magna con expresidentes de la mitad del mundo en habla hispana presentes. Insistía en su amor para con Isabel Preysler, dejando entrever que quizás el romance (y haberse dejado hacer un contundente reportaje en ‘¡Hola!’) tuvieran algo que ver en esta circunstancia.
Sea como fuere, la casualidad en fechas viene a traer al primer plano a dos octogenarios célebres. Al uno, al de Arteixo, lo vigila la Comisión Nacional del Mercado de Valores y unos cuantos organismos desperdigados; al otro, solía vigilarlo su mujer Patricia. De él, no obstante, como escritor y voz crítica, se espera que sea capaz a su vez de vigilar a personajes como el primero o como a los mismísimos invitados a su cumpleaños: se puede entender que alguien como Ortega apueste por la discreción, la opacidad incluso, y por cierta flema gallega para llevar sus asuntos; pero se antoja imprescindible que alguien arroje luz, ficcione incluso sobre su perfil. Y nada.
Lo mismo se puede aplicar a políticos, banqueros, embajadores o en general a casi cualquiera invitado por Vargas Llosa a celebrar su 80 cumpleaños: Frivolidades aparte, ¿con qué pulso o autoridad puede diseccionar ahora América Latina, España, el mundo del ayer y el del mañana?