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Alejandro Carantoña

En funciones

Monólogo iraquí

Desde 1947 desafiando «lo normal», esto es, casi 70 años. Son los que lleva el Festival de Edimburgo, que se celebra anualmente durante tres semanas de agosto, recogiendo y abrochando cientos o miles de actividades culturales de toda clase. En la edición de este año hay una, que comenzó el viernes de la semana pasada, y que está previsto concluya mañana, que descolla especialmente. Se trata de una lectura continuada. No es de Shakespeare, aunque procediese, ni del Quijote, ni de nada que se le parezca: un buen puñado de aguerridos cómicos y monologuistas se han propuesto leer de cabo a rabo el informe Chilcot en su integridad.

El documento, aparecido hace poco más de un mes, es un texto oficial y exhaustivo que causó un gran revuelo por su crudeza, ya que en él se censura con datos irrefutables la intervención en Iraq patrocinada por Estados Unidos, y que contó con el conchabeo británico y la colaboración española —aunque Federico Trillo, entonces Ministro de Defensa y hoy embajador en Londres, negase este extremo con una tranquilidad pasmosa en una entrevista radiofónica el día en que se publicó—.

La organización calcula que la lectura, a un ritmo ininterrumpido de 120 palabras por minuto durante las 24 horas del día, llevaría en torno a dos semanas: el tocho contiene 2,6 millones de palabras. «¿Quién se va a leer esto?», se preguntaban: «Nosotros», se autorrespondían en un reportaje publicado por el Guardian en el que se les ve atribulados, anegados en papeles. «Nos ha costado 750 libras solo el texto.» Sirva como referencia que una novela de extensión media consta de entre sesenta mil y cien mil palabras. Moby Dick tiene algo más de doscientas mil.

No pocos comentaristas españoles apluadieron, con envidia sana, la presentación del informe y las explicaciones exigidas a resultas de su publicación. Sin embargo, estos intrépidos lectores en voz alta se han propuesto significar, con esta actuación, que igual de pernicioso es el silencio como el enterramiento de los datos relevantes en un ladrillo infumable, en un estilo administrativo impenetrable y turbio. De hecho, el informe Chilcot ya está olvidado, hasta que alguien con mucha paciencia y valor se tome la molestia de hacer una película, una obra de teatro o un musical y logre comunicarlo al público.

Hasta entonces, todo es ruido, que aunque se vista de transparencia, ruido se queda. Quizás, en España, el ejemplo más cercano sea la transmutación en obra de teatro primero, y en película después, del testimonio de Bárcenas ante el juez Ruz, palabra por palabra. Que, aunque encomiable, es solo una pequeña gota de agua en el océano de comisiones de investigación repartidas entre cámaras parlamentarias de todo el país, escándalos, chanchullos y episodios fascinantes de todo pelaje que, por alguna extraña razón, apenas encuentran acomodo en nuestra parrilla televisiva o cinematográfica. Desde Crematorio, nada más: solo La Embajada, devenida en culebrón, se aproximaba a ese tuétano.

Con motivo de las elecciones pasadas, Anna Tous-Rovirosa se planteaba esta pregunta en una columna aparecida en El País, sin conseguir responderse por qué en España no existía la ficción política. Una frase, tan demoledora como certera, ponía las cartas sobre la mesa: «Desconozco si nos merecemos el Gobierno que tenemos, pero creo que nos mereceríamos la serie». Lanzado queda el guante.

Sobre el autor

Letras, compases y buenos alimentos para una mirada puntual y distinta sobre lo que ocurre en Asturias, en España y en el mundo. Colaboro con El Comercio desde 2008 con artículos, reportajes y crónicas.


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