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Alejandro Carantoña

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Realidad o ficción

Se dice de Gay Talese que, a sus 84 años, sigue escribiendo reportajes en los cartones que le meten dentro de los trajes en la tintorería. Los recorta con cuidado y toma nota de todo lo que le acontece para escribir alguna cosa, como contaban con admiración, celo y orgullo quienes le entrevistaron en su última visita a España.

Fue antes de publicar su nuevo libro, que se edita la semana que viene y del que ya ha dicho que no piensa hacer promoción. Ha sido culpa de una revelación ocurrida esta semana: el libro, en el que Talese acompaña y narra las andanzas de un propietario de motel que se dedicaba a espiar a sus huéspedes, corre el riesgo de ser absolutamente falso.

Tras haber aparecido un extenso fragmento en el New Yorker, el escrutinio del libro completo ha revelado —a resultas de una investigación propia del Washington Post— que el propietario en cuestión mintió a Talese en bastantes extremos de los que aparecen relatados. Talese ha dicho, al respecto, que no debería haber creído una palabra de lo que le contó. Se apoyó en su credibilidad y, al parecer, el hombre le engañó con no se sabe qué fines. Así, toda la obra ha quedado teñida de duda.

Igual que la política ha estado tan de moda en los últimos tiempos, el periodismo y la no ficción también han gozado de salud de hierro. Es más, no son pocos los autores que han decidido abandonar por completo la creación literaria para pasarse a «lo de verdad», con resultados desiguales pero tan brillantes, a veces, como los de Javier Cercas.

Hace seis años ya que el periodista polaco Artur Domoslawski saltó a la fama por algo parecido, quizás inaugurando esta tendencia que anega las estanterías de novedades: en su biografía del eminente Ryszard Kapuscisnki demostraba que el reportero entre reporteros se había inventado diálogos enteros, en pos de una mayor eficacia narrativa pero orillando, así, el compromiso con la verdad factual que tiene la profesión. «Solo digo que hay que cambiarlo de estantería, de la no ficción a la ficción», repetía.

Al parecer Talese, la penúltima vaca sagrada del oficio de trascender las meras invenciones, acaba de ingresar en el mismo club —muy a su pesar—. Quedan huérfanos, así, los fanáticos de la exactitud de lo concreto y enemigos, o condescendientes al menos, para con el imperio del relato que transmite y transpira humanidad.

Ahora que Ramón J. Sender ha vuelto a la palestra, con la reciente reedición de La aldea del crimen, la discusión puede volver al interior de nuestras fronteras: es imposible que todo lo allí contado sea exacto, faltan fuentes y, al igual que le ocurre al no menos famoso Manuel Chaves Nogales, se intuyen ciertas licencias incompatibles con el periodismo quirúrgico, documental.

Con todo, la obra de estos cinco autores —y de otros muchísimos— tiene el valor de la verosimilitud y el poso del reflejo acerado, de la buena literatura, aunque hayan perdido la guerra de los datos. Posiblemente, esa veracidad de la que tanto se precian allende los mares y que obsesiona a cada vez más jóvenes sea sencillamente imposible: porque eso implicaría objetividad y porque la objetividad, amén de imposible, ni siquiera es sana. Anula las pulsiones, pervierte las pasiones y agua las ambiciones cuando de dar cuenta del espíritu humano se trata. Talese no pretendía más que eso con su nuevo libro, pero cometió el error de envolverlo en la fe que tenía en su fuente: ahora, que ya no queda nada —y eso que el libro ni siquiera está en las librerías— una historia insuperable ha quedado derruida.

Sobre el autor

Letras, compases y buenos alimentos para una mirada puntual y distinta sobre lo que ocurre en Asturias, en España y en el mundo. Colaboro con El Comercio desde 2008 con artículos, reportajes y crónicas.


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