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Alejandro Carantoña

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El distinto

El En tiempos no muy remotos (hace un mes) esto hubiera sido un fanal de racismo, pero hoy es la celebración de la libertad. Se trata, por supuesto, de la inconmensurable competición desatada por ver quién se ríe más y mejor del yihadista que nos amenaza desde un vídeo, y que ha dado pie a todas las chanzas posibles.

La mayoría tienen bastante gracia. Pero la mayoría, también, se apoya en imitar un acento que en cualquier otro rincón del mundo hubiera supuesto mofa intolerable, y que sin embargo aquí, desenmarañando el terrorismo, goza de carta de la naturaleza.

Es extraordinariamente difícil asimilar cómo un discurso construido solo sobre estos memes y la foto (desgarradora y preciosa) del padre abrazando al imán han bastado para digerir lo ocurrido en Barcelona anteayer, como quien dice: especialmente desconcertante, por ese motivo, es que opiniones y sentires se hayan ramificado hasta el infinito en tan poco tiempo, en un cóctel explosivo de nacionalismo, terror y almas descarriadas.

Hace una semana, cayó en la pantalla un capítulo de la serie de Larry David en el que el protagonista silba el lamento de Siegfried, de Wagner, a las puertas de un cine. «Disculpe», le dice un viandante, «¿es usted judío?» Ante la respuesta (evidentemente) afirmativa, el viandante empieza a recriminar a David que silbe melodías de uno de los «mayores antisemitas de la Historia», amén del compositor favorito de Hitler. El capítulo termina con David contratando a una orquesta para tocarle la melodía de marras bajo el balcón.

La broma es un poco enrevesada, porque a Wagner nos lo ha inscrito en la memoria Woody Allen («Me entran ganas de invadir Polonia»), pero también porque no hay muchos espíritus con hambre de escalar la catorce monstruosas horas del Anillo del Nibelungo o de buscar el grial con Parsifal o de morir de amor a largos tragos del filtro de Isolda, del acorde sin resolver.

En el festival de Bayreuth, que el compositor instauró para sí y en el que cada verano se presenta su repertorio, hay tres óperas que se evitan, excluidas por él mismo de su canon: una es La prohibición de amar y la segunda es Las hadas, por verlas como pecados de juventud; la otra, Rienzi, era la favorita de Hitler. También un pecado juvenil, pero uno que ahora está preñado de connotaciones que harían fibrilar al indignado viandante.

No obstante, bajo toda la prisa y la deslumbrante megalomanía de Wagner, superadas las cinco horas largas que durará la función de Siegfried en Oviedo con sus pausas a partir del día 6, hay unas pocas páginas de música extremadamente lentas, unas que (si sigue todo el mundo despierto) alumbran una reflexión total, conmovedora, sobre lo que es el amor y el prójimo y el otro, una reflexión que no cabe en un envase más pequeño porque ya es, de por sí, incompresible.

Esta vez, el muchacho de barba imposible ha ido a topar con la tropa de la urgencia, y en pocas horas nos había ayudado a olvidar los atentados. Vamos a pasar a otra cosa, o a lo peor algunos de nuestros intelectuales de salón nos van a proponer un ensayo tramposo erigido sobre el eje Occidente-Oriente y todo lo que hemos hecho mal.

Pero lo vamos a sortear rápido, toda vez que el problema se mitigue y septiembre arranque la semana que viene. Lo vamos a hacer sin haber entendido mucho, sin vocación de hacerlo. Wagner seguirá siendo antisemita y el ISIS, una pandilla de frikis con capacidad de grabar vídeos. Tan simple, tan falso y tan prescindible. Tan fatuo, hasta la próxima.

Sobre el autor

Letras, compases y buenos alimentos para una mirada puntual y distinta sobre lo que ocurre en Asturias, en España y en el mundo. Colaboro con El Comercio desde 2008 con artículos, reportajes y crónicas.


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