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Antonio Ochoa

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Recuerdos

En aquellos tiempos no tan lejanos en los que las casas de los pueblos tenían que ser casi autosuficientes, dos cosas medían su riqueza: el tamaño de la mayada y el tamaño de la matanza. Ambas determinaban el status social de cada casa y la cantidad de días del año en los que sus miembros tenían que ir a la cama con las tripas protestado. No es de extrañar, pues, que cada casa del pueblo los celebrara con un pequeño festejo en el que los vecinos y familiares que colaboraban en el trabajo compartían pitanza y jolgorio.
Las mayadas desparecieron hace tanto tiempo que sólo los que sobrepasan la cuarentena recuerdan haber participado en alguna. Quizás ese es el problema del comunismo actual: los jóvenes no sólo no conocen una sociedad sin consumo, tampoco conocen las herramientas de su bandera. Claro que, aun recordando con nostalgia aquellos días de trabajo y diversión compartida, no añoro ni a Stalin ni el cultivo minifundista de cereales, consecuencia ambos de épocas de miseria que espero seamos capaces de evitar que vuelvan.
Las matanzas, en cambio, resistieron, porque el embutido casero no admite comparación con ningún otro y, una vez probado, es difícil prescindir de él. No es seguro, sin embargo, que este hecho incontestable que permitió su supervivencia frente al avance de los tiempos pueda hacerlo frente al avance de las edades. En primer lugar, pasada la cincuentena y una vez que te han convencido para que dejes de fumar y beber, el siguiente vicio que te piden que sacrifiques en aras de alcanzar el siglo es la carne de cerdo (tan adictiva como los anteriores). En segundo lugar, la gente que realmente domina todos los pasos de ese proceso mágico que va del gochu adulto a la ristra de chorizos es cada vez más mayor y está para menos trotes. O los jóvenes toman el relevo o esto se acaba.

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