Por María de Álvaro:
Estambul huele a cuero, a especias y a turistas. La ciudad del Asia-a-un-lado-y-al-otro-Europa, la que nos enseñan a los de la polaroid colgando, claro, es un corteingles orientalizado, un mercadillo del regateo en el que nadie habla turco porque nadie lo entiende, un resto de lo que fue y un reflejo de lo que es hoy el mundo, de en lo que lo hemos convertido. Con esa sensación llega una a la mezquita de Achmed, a la mezquita Azul, rodeada de señores con gorra y mujeres en tirantes, de europeos vociferantes que entran allí como al gran bazar: a mirar sin ver, sin darle más importancia a una filigrana milenaria que a un bolso imitación de Prada. Pero no sale de la misma manera.
Pasa con esta mezquina lo que ocurre también con algunas iglesias, que alimenta el espíritu. Y pasa, como ocurre con algunas iglesias, que una se siente pequeña, pequeñísima y formando a la vez parte de un gran engranaje que, por fuerza, tiene que tener un sentido. Creo que por eso me di cuenta un día de que creía en Dios. Y Dios estaba esta tarde en la mezquita Azul, un Dios al que, estoy convencida, le importa bien poco cómo le llamen o si le rezan de pie o de rodillas. Un Dios al que que le da igual que le hablen en árabe, en inglés o en castellano.
Y marcho para el spa que me estoy poniendo muy mística. Mil perdones.