La sonrisa de un niño no vale. Me he hartado de escuchar la expresión de que la sonrisa de un niño todo lo puede. Y no es cierto. No lo es en un país con un 51% de pobres, un país en el que una familia media, estimada en 5,5 miembros, consume al día 200 mililitros de leche (un vaso, vaya) frente a casi tanto de refrescos gaseados, 135 gramos de pollo (el resto de carnes ni siquiera figuran en los listados del Instituto Nacional de Estadística, no existen) y poco más de otros tantos de tomate y frijoles. Tortillas de maíz sí, ahí estamos hablando de 2,5 kilos diarios. Lo que se viene llamando una dieta ‘equilibrada’. Un país en el que la población activa empieza a contar a partir de los 10 años (y no, no han leído mal) y los índices de analfabetismo alcanzan el 20%, en algunas zonas y según que segmentos de población: más del 80%
La sonrisa de un niño está llena de energía, puede que hasta de esperanza, pero es sólo un minúsculo punto de sutura en una brecha profunda. El niño crecerá y el enfermo seguirá en estado crítico. El enfermo se llama Guatemala y es un lugar que la naturaleza ha bendecido y el hombre se ha ocupado de maldecir desde que mi primo Pedro de Alvarado asomase por sus selvas; puede que antes. La sonrisa de un niño necesita tener la oportunidad de convertirse en la sonrisa de un adulto. Y eso está complicado acá. Muy complicado mientras nadie, ni ricos ni pobres, tomen cartas en el asunto.
Y, pese a todo, he visto sonrisas memorables, en niños y en no tan niños. Porque este es un país increíble. Un país del que uno (una) puede enamorarse con sorprendente facilidad.