Aquel hombre, paciente, sereno, puede que hasta impasible, daba un paso y después otro, como cansado y firme a la vez. Extraño. Llevaba todos los años puestos encima y, sobre ellos, un árbol. Un árbol-árbol, sin metáforas, un considerable tronco deshojado que paseaba en equilibrio sobre los restos de un naufragio de pasos y de zapatos, de cintas y de piedras, un homenaje a las tormentas, a las tormentas de ideas, no de truenos. O puede que también. Aquel hombre era Alastair MacLennan, eso que se llama un pionero, y no del Oeste americano, que podría parecerlo por sus barbas y su aspecto, sino del arte de acción, uno de los miembros del Black Market Internacional, sí, esos de las ‘performances’.
Aquel hombre se paseaba el viernes por Laboral Centro de Arte, por la misma sala en la que hasta hace unos días Ryoji Ikeda obraba el milagro de que su descomposición de números, códigos y sonidos te dijera, te conmoviera y te moviera más sensaciones que muchos seres de carne y hueso, que algunos cuadros y hasta que reputados libros, por poner tres ejemplos así al azar. Pensé en los dos a un tiempo, en MacLennan y en Ryoji. Y después pensé ¿en qué se parecen un árbol y una pantalla? ¿Bach y la electrónica? Pues seguramente en nada. Pero no importa. La emoción, la sensación, al final va a ser lo que cuenta. ¿Es arte? Yo diría que sí, pero tampoco importa.