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Luis Arias Argüelles-Meres

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Recuerdos de Oviedo: Cuando nevaba en la tele

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“Y cuando ella me hable/ de un cielo oscuro, de un paisaje blanco, /recordaré/ estrellas que no vi, que ella miraba, / y nieve que nevaba allá en su cielo”. (Pedro Salinas).

Cuando nos despertamos aquella mañana navideña, ella ya estaba allí. Ella era la primera televisión que hubo en casa. ¿Cómo olvidar el instante en el que mi tía lencendió el televisor? Lo cierto es que no consigo rescatar la primera imagen que vimos en el aparato catódico. Recuerdo que lo mágico, lo asombroso, lo inolvidable fue el momento en que aquello empezó a funcionar.
Si la memoria no me traiciona, aquello sucedió en las navidades del 64. En casa, en el segundo piso de la plaza del Carbayón. Un regalo compartido que fue instalado en el salón comedor. Un objeto nuevo que, en este caso, tenía vida propia. Y que llegó allí para quedarse, haciendo compañía al resto del mobiliario. Pero lo cierto es que tenía vida propia.
Desde aquella mañana de últimos de diciembre de 1964, había, por así decirlo, dos mundos exteriores al alcance de nuestra vida y de nuestra mano; a saber: la calle, la propia plaza, con su vida, con su movimiento, con sus rutinas, y, por otro lado, el que nos mostraba aquel televisor, más lejano, más pequeño, más borroso, por lo común, nevado, y no sólo climatológicamente.
Sobre el revistero del comedor, los periódicos. Sobre la mesilla de noche, aquel inolvidable aparato de radio con su rejilla nacarada. Y, desde aquel día, sobre una mesa estándar la tele. Mesa gris, acorde con el blanco y negro, y con patas metálicas. La marca del televisor tenía un nombre con connotaciones mitológicas, Zenith. Bien sabe Dios que no me mueven afanes propagandísticos, pero lo cierto es que el término era pintiparado teniendo en cuenta lo que aquello supuso.
La voz en la radio. La palabra escrita en los periódicos y en los libros. Y, a partir de entonces, la imagen y el sonido juntos en la televisión.
La televisión que, dejando aparte otras muchas cuestiones, daba noticias de sí misma en aquellos breves espacios en los que una locutora desgranaba la programación.
Vida enlatada la de la televisión, vida que nos visitaba, como dije antes, muy cerca del mirador desde el que mi madre me enseñó a contemplar el mundo.
Y –fíjense ustedes- el caso fue que en aquellas Navidades del 64, en lo que me dice mi recuerdo, no nevó en Oviedo. Sin embargo, la nieve era una constante en la tele, tanto en las películas navideñas que se emitían, como también la que acompañaba siempre a aquellas primeras imágenes tan poco nítidas, y, sin embargo, tan entrañables.
Cuando había fallos en las emisiones, el comentario más común era que aquello era consecuencia de alguna avería en el Gamoniteiro. ¡Qué cosas! La alta montaña donde estaba la antena que captaba la señal televisiva enviaba, caprichosamente, la nieve a nuestras casas a través del aparato catódico.
Y, hablando de antenas, fue en aquellos años cuando los tejados cambiaron su fisonomía. Y, en ese sentido, el paisaje televisivo se fue haciendo común, nos fuimos enchufando a él. Las imágenes empezaron a compartirse puertas adentro.

Cuando nevaba en la tele, relato navideño compartido. Me atrevería a asegurar que fue en aquellas navidades cuando vi por vez primera en la tele una película inolvidable, todo un clásico: “¡Qué bello es vivir!”
A decir verdad, no sé con certeza si nevaba en aquella película. Juraría que sí. A decir verdad, nunca olvidaré el desasosiego del protagonista cuando contemplaba el destino de sus seres más queridos si no se hubieran cruzado con él. A decir verdad, se juntaron dos magias, la de la tele que servía cine en casa y la del milagro de existir.
A decir verdad, la nieve que acompañaba a las imágenes televisivas, a fuerza de formar parte continuamente de aquel paisaje, llegábamos a no verla. Sin embargo, la que salía en las películas que se emitían por aquellas fechas constituía la decoración navideña en estado puro.
Sin salir de casa, ver ciudades con ritmos de vida frenéticos, comparados con el Oviedo de entonces. Coches distintos y más grandes. Formas de vestir muchas veces distintas. El mundo seguía siendo ancho, pero más visible, y lo ajeno, sin apropiárnoslo, al menos, estaba al alcance de la vista.
Una tarde de diciembre, después de haber visto no recuerdo bien qué película, al asomarme al mirador de casa en compañía de mi madre, la calle estaba mojada tras un intenso chaparrón, pero no había nieve.
Sin embargo, quise imaginar nevado cuanto divisaba, desde los techos de los coches que circulaban hasta las aceras y los tejados.
Nieve como azúcar glaseada, nieve algodonosa, suave, silente.
Nieve de las cumbres que, de repente, se concentraba en las calles de Oviedo.
Nieve que convertía los tejados de las casas en superficies donde el merengue cobraba protagonismo.
Nieve con sabor delicioso como el turrón de yema.
Nieve que, de repente, se hacía visible y dulce.
Nieve incontaminada para un relato de infancia.

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Sobre el autor

Luis Arias Argüelles-Meres es escritor y profesor de Lengua y Literatura en el IES "César Rodríguez", de Grao. Como columnista, publica sus artículos en EL COMERCIO sobre,actualidad, cultura, educación, Oviedo y Asturias. Es autor de los blogs: Desde el Bajo Narcea http://blogs.elcomercio.es/desde-el-bajo-narcea/ Desde la plaza del Carbayón http://blogs.elcomercio.es/panorama-vetustense/


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