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Luis Arias Argüelles-Meres

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Recuerdos de Oviedo: Alrededor de la Caja de Previsión

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«El corazón es el vaso del dolor, puede guardarlo durante un cierto tiempo, mas inexorablemente luego, en un instante, lo ofrece. Y es entonces cáliz que todo el ser de la persona tiene que sorberse. Y si lo hace lentamente con la impavidez necesaria, al difundirse por las diversas zonas del ser comienza a circular con el dolor, mezclada a él, en él, la razón». (María Zambrano).

Hace ya muchos años, cuando revisaba la correspondencia familiar, disfrutando del olor tan inconfundible que desprende el papel avejentado, me resultó muy llamativo que, en su momento, la plaza del Carbayón se había llamado plaza del Progreso, al menos así figuraba en la dirección de un fajo de cartas dirigidas a mis abuelos.
Bien pensado, al estar tan cerca del Teatro Campoamor y al lado de lo que durante muchos años se llamó Caja de Previsión, tenía todo el sentido del mundo esa denominación. Además, si mis datos no me fallan, alrededor de lo que es hoy la Jirafa, se instaló el llamado ‘mercado del Progreso’. No deja de tener guiño simbólico muy marcado que el edificio de la Jirafa se hubiese construido sobre un enclave con semejante nomenclatura.
Y, ya en pleno siglo XX, en la década más convulsa, o sea, en los años treinta, Joaquín Vaquero Palacios se puso al frente de la obra del edificio de la Caja de Previsión, que estaba prácticamente concluido en el año en que estalló la guerra civil, si bien, no se inauguró hasta la década de los 40, cuando era ministro de Trabajo, si mis datos no me fallan, Girón de Velasco.
Nosotros vivíamos en el número 3 de la Plaza del Carbayón, es decir, literalmente al lado de la Caja de Previsión. Lo cierto es que no entré allí ni una sola vez en toda mi infancia. Sin embargo, aquel edificio estaba omnipresente en nuestro día a día.
A mí me llamaba mucho la atención que tuviese una puerta giratoria, lo que constituía, sin duda, un claro exponente de modernidad. Y, en ocasiones, me fijaba en determinadas personas que continuamente entraban y salían en la Caja de Previsión.
Se me quedó fijada para siempre en la memoria una mañana del otoño de 1967. A las nueve menos cuarto, como cada día, salíamos de casa camino del colegio. La niebla era muy espesa y soplaba un viento frío muy desagradable. Cruzó frente a nosotros un señor bastante corpulento, que vestía un abrigo gris bastante desgastado. Portaba un maletín negro. Tenía un bigote muy propio de la época. También su gafas oscuras eran de aquel tiempo. Me volví para comprobar que, en efecto, trabajaba en la Caja de Previsión. Y entró, con andar cansino, se diría que, contra su voluntad, en el edificio del que venimos hablando. Seguro que era de esas personas que hablaba del ‘cumplimiento del deber’ en lugar de decir su puesto de trabajo.
La primera impresión que tuve al ver a aquel hombre fue que, dada su corpulencia, ni siquiera la densidad de la niebla podía ocultarlo, protegerlo de la vista de los demás. Intuí en él un inconfundible no sé qué de incomodidad, de amargura, de resignación ante una rutina que lo obligaba, de fracaso vital, de malestar.
En aquellos tiempos no era difícil dar con la pista que facilitase datos sobre una persona en Oviedo. Sin embargo, recuerdo que decidí no indagar, pues me parecía que, con la mera descripción de aquel señor, desvelaba sufrimientos suyos que no me sentía con derecho a difundir.
Lo cierto es que, pocas semanas después, antes de acostarnos, vimos unos minutos una obra de teatro en aquel programa televisivo que se llamaba ‘Estudio uno’. No recuerdo de qué obra se trataba, ni tampoco cuál era el actor que representaba el papel principal, pero nunca olvidaré que aquel personaje ensayaba una especie de monólogo increpando a su ‘superior’ en el trabajo, quejándose de las limitaciones de su salario, de lo injusta que había sido con él la vida, del dolor que le suponía que no se reconociese su talento, que se ignorase su valía.
A decir verdad, en nada se parecían físicamente el actor de aquella obra de teatro y el personaje con el que nos habíamos cruzado en la calle que trabajaba en la Caja de Previsión, pero, en mi sentir y en mi pensar, identifiqué a este último con los lamentos del actor protagonista de aquella obra teatral.
Confieso que estuve muy tentado a escribir un cuento que protagonizaba aquel ciudadano con el que me había encontrado. La historia que imaginé no era, ciertamente, original. La historia de un hombre que se siente fracasado y que, por si ello fuera poco, se veía obligado a agradecer a alguien aquel destino laboral que, a juicio del interesado, estaba muy por debajo de sus capacidades, pero que, a pesar de todo, le permitía cumplir con su deber de padre de familia.
Como se decía entonces, ‘un recomendado’, que, en el fondo y también en la apariencia, se sentía injustamente tratado.
Nunca más volví a verlo de cerca, lo que me hizo pensar que, en aquella mañana en la que nos cruzamos, iba a deshora a su trabajo; quizás más temprano de lo que le correspondía, o tal vez con retraso.
Me parecía mucho más probable lo primero.

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Sobre el autor

Luis Arias Argüelles-Meres es escritor y profesor de Lengua y Literatura en el IES "César Rodríguez", de Grao. Como columnista, publica sus artículos en EL COMERCIO sobre,actualidad, cultura, educación, Oviedo y Asturias. Es autor de los blogs: Desde el Bajo Narcea http://blogs.elcomercio.es/desde-el-bajo-narcea/ Desde la plaza del Carbayón http://blogs.elcomercio.es/panorama-vetustense/


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