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Luis Arias Argüelles-Meres

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Recuerdos de Oviedo: Cafetería Munich

«Y, así, a veces recordamos por ejemplo lo que sentimos ante un atardecer hace muchos años, pero no recordamos nada de aquel atardecer. Nada. Todo ha desaparecido menos la emoción». (Luis Landero).

Si hay un establecimiento en Oviedo que nos lleva a la década de los setenta, es la cafetería Munich. Por lo que parece, abrió sus puertas en 1972, cuando el arriba firmante tenía 15 años, edad crítica dentro de la adolescencia, cuando nos damos perfecta cuenta de que se quedó definitivamente atrás aquella etapa de la vida en la que estamos totalmente protegidos, cuando el mundo y la vida nos pueden golpear y, de hecho, nos golpean, cuando, sin embargo, empezamos a conocer las emociones de los enamoramientos, algo que ni siquiera habíamos llegado a soñar durante la infancia; o, para ser más precisos, algo que, ni en el mejor de los sueños, habíamos podido pensar que era tan intenso y delirante.

Cafetería Munich, la adolescencia, mi adolescencia. En 1970, nos habíamos mudado a Santa Susana. Estaba, por tanto, muy cerca de casa, muy cerca también de un viejo chalet en cuyo jardín, además de gatos, era frecuente ver a un señor que lo cuidaba. Si la memoria no me falla, en aquel solar, que tenía todas las connotaciones de lo antiguo, se construyó una residencia geriátrica. Cosas –nunca mejor dicho- del destino.

Pero volvamos a la cafetería Munich. Su dueño, cuyo nombre no recuerdo, era una persona muy afable, siempre sonriente. Y la primera vez que entré en esa cafetería me di cuenta de que la persona de la que les hablo había trabajado antes en Pasapoga, cafetería ubicada en el mismo lugar en el que actualmente está La Bellota, justo al lado del hotel Ramiro I.

La Cafeteria Munich no sólo destacaba por el lugar tan estratégico en el que sigue estando, sino también por el diseño de su barra, curvilínea con un envidiable estilo. Sólo había una pega que ponerle y era el hecho de que en la esquina de la barra que daba a santa Susana y en las mesas que estaban junto a la cristalera se podía tener la sensación de formar parte de un escaparate.

En cuanto a la clientela, recuerdo que me agradaba mucho el hecho de que allí había público de todas las edades, desde profesores del Instituto Alfonso II que sólo tenían que cruzar la calle, hasta gente joven. Y, por otro lado, entre la gente mayor, había clientes muy habituales que, por así decirlo, tenían su sitio fijo o preferido en la barra.

Como escribí más arriba, años setenta, en los que se impuso algo de lo que hablaría Juan Cueto al final de aquella década, esto es, la sociedad del duopolio. Dos marcas de ron para nuestros primeros “cubatas”: Negrita y Bacardí. Dos marcas de ginebra: MG y Fockink. Dos marcas también en el Vermú: Martini y Cinzano. Dos marcas de Whisky: Caballo Blanco y Long Gong. Dos marcas de Cerveza: San Miguel y el Águila Negra. Dos marcas de tabaco rubio: Marlboro y Winston. Dos marcas de tabaco negro: Ducados y Goya. Y, en refrescos, el duopolio lo formaban Coca- cola y Pepsi.

15 años, digo. Estética –infame- de los setenta, con pantalones acampanados, con patillas a lo fandango, con asientos de los coches a los que se les superponían tapicerías a lo tigre. Pero ahí estaba el corazón que reventaba en enamoramientos, por lo común, repentinos, que soñaba al ritmo de canciones de amor, casi siempre extranjeras, porque la charanga y pandereta nacionales resultaban, incluso en medio de aquella estética tan imperfecta, casposas a más no poder.

15 años cuando “debuté” en las fiestas mateínas por la noche. Y fue en una de aquellas noches cuando entramos por vez primera a la Cafetería Munich. Resultó ser que el medio cubalibre costaba más de la mitad que uno. Resultó ser que encontrábamos muy atractivo el trozo de limón y las piedras de hielo en el vaso antes de servir el cubata de turno y de estreno en tales hábitos. Resultó ser que aún quedaba mucha noche por delante y que no teníamos ninguna prisa.

Al salir de la cafetería Munich, se oía, como si estuviéramos allí mismo, la música de la verbena que tenía lugar en la Herradura. Cantaban –nunca lo olvidaré- una canción de Nino Bravo, que hablaba de dejarlo todo, los campos y la tierra. ¡Madre mía!

Al salir de la Cafetería Munich, aquella noche mateína había más peatones que coches por la calle santa Susana y el Campo de San Francisco estaba siendo recorrido por mucha gente.

Con el medio cubata recién tomado, encendí un pitillo camino de la Herradura. Anduve unos pocos pasos y decidí tirarlo, acaso aquello marcase una costumbre muy arraigada en mí: la de no fumar mientras camino, la de no fumar en la calle.

La noche estaba hermosa y espectacular. Dejé de oír a Nino Bravo y me imaginé bailando otra canción, en una verbena del verano que acababa de pasar. Bailando con alguien muy especial, con uno de aquellos enamoramientos repentinos tan propios de la edad.

Nostalgia del verano literalmente agridulce, aguardentosa por el desgarro de lo que ya había sucedido, dulce por el recuerdo. Todo ello con el sabor del medio cubata, que cumplía al cien por cien con aquel guion: lo dulce de la coca- cola, lo amargo de la ginebra.

Y el hielo ponía la música al modo de un punteo de guitarra, que producía instantáneamente las mariposas en el estómago, las palabras que no llegaban a decirse, el balbuceo de algo tan nuevo como febril.

Bailar con ella, dejarnos llevar por la música y mirarnos a los ojos, sin palabras, con los gestos como portavoces.

¡Cuánto dio de sí aquel medio cubata!

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Sobre el autor

Luis Arias Argüelles-Meres es escritor y profesor de Lengua y Literatura en el IES "César Rodríguez", de Grao. Como columnista, publica sus artículos en EL COMERCIO sobre,actualidad, cultura, educación, Oviedo y Asturias. Es autor de los blogs: Desde el Bajo Narcea http://blogs.elcomercio.es/desde-el-bajo-narcea/ Desde la plaza del Carbayón http://blogs.elcomercio.es/panorama-vetustense/


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