De las varias inteligencias o talentos que poseemos hay una que me seduce especialmente, es la llamada inteligencia consecuencial, tan seductora e interesante como poco explotada por la gente, es una inteligencia eminentemente práctica porque procede con lógica total. Su utilización implica simplemente detenerse un poco a pensar y analizar las consecuencias que pueden derivarse de algunas actuaciones por nuestra parte. Es ponerse a pensar “si hago o digo tal cosa ¿qué puede suceder o derivarse”?.
Cuando se ven ciertos desastres a los que algunos llegan y se exponen (no hablo de las catástrofes naturales que pueden sobrevenirnos sin ser causa de ellas) se puede concluir que tales individuos han actuado por inercia, por emoción o por intuición, por impulso sin pararse a pensar lo que implicaba dar los pasos que dieron.
Aunque no lo parezca hay muchos y en muchas ocasiones que se lanzan hacia adelante sin pensarlo dos veces y aciertan, muchas veces aciertan, porque nuestro cerebro contiene tantos datos que ese potente ordenador nos dice que ¡adelante!, que no hay mucho problema. Pero hay veces que ciertas decisiones es mejor no tomarlas por impulso, por si erramos y es mejor mirar los pros y contras y prever o prevenir cuales pueden ser los efectos negativos derivados.
En nuestra sociedad, plagada de impulsos, de actividad y reactividad emocionales, son pocos los que se atreven a pararse y analizar muy bien la utilidad y el pragmatismo de algunas decisiones. . Estamos tan urgidos y tan acelerados que no encontramos tiempo (o quizás reuhímos el esfuerzo) de pararnos y visualizar los distintos posibles resultados. No siempre hay que proceder así pero estaremos de acuerdo en que hay momentos relacionados con la salud, con nuestras inversiones, con compras importantes y trabajos, con ciertas elecciones personales en que es conveniente proceder sabiendo de antemano la tierra que pisamos, a qué nos exponemos y evitar en lo posible lamentos de futuro, sustos y sobresaltos. Estos siempre los hay y los seguirá habiendo, pero si uno utiliza su pensamiento consecuencial, se puede ahorrar algún que otro disgusto.
Pararse a valorar las consecuencias y enseñarlo a los hijos es valioso ejercicio de talento, es invertir en terreno seguro, es almacenar seguridad, tranquilidad y acierto en nuestras decisiones. Es ser prácticos frente a la inestabilidad y futilidad de impulsos ciegos que nos mueven.