Sólo con ver por televisión las reacciones del sujeto que perpetró una agresión racista contra una joven ecuatoriana, uno se da cuenta de su culpabilidad. Ante las insistentes preguntas de los periodistas sobre si se consideraba racista, la primera vez se mostró tranquilo. Repitió que no, que él no era racista ni nada de eso, que no tenía nada que ver. La segunda, en cambio, subió el tono de voz. Desafió a la cámara y volvió erre que erre con su argumentación de chico bueno. Y a la tercera… estalló. El homínido que lleva dentro salió de forma impetuosa. Las venas de su cuello se hincharon, los puños apretados, la voz irritada por la ira. Gritó una y otra vez ante los micrófonos que no era racista, que eso era cosa de los periodistas. Para él, todo se justifica porque estaba borracho y ni siquiera recuerda lo que había hecho. Cuando, ya saben, como dice el aforismo, los niños y los borrachos siempre dicen la verdad. Hacen, en definitiva, lo que llevan grabado en su interior. En fin, no merece mucho más comentario que el repudio total y absoluto hacia semejante individuo. Por otra parte, mal. Muy mal la fiscalía de Barcelona por no darse cuenta a tiempo de la gravedad de los hechos. “Justicia tardía, justicia baldía”, que dice el refrán.