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Jose Manuel Balbuena

RETORCIDA REALIDAD

A trazo grueso.

Es verdad que la corrupción se está mirando con lupa. Quizá casi al microscopio. De hecho, hemos pasado de darla casi como un mal menor del sistema, permitirla y no tenerla en consideración a la hora de votar; a lo contrario: señalar a todo el mundo como sospechoso. Lo de la ya ex ministra de Sanidad, Ana Mato, en otros tiempos no hubiese tenido tanta relevancia. O por lo menos: no la suficiente como para hacerla dimitir. Es más, cuando el conocido como «saqueo de Marbella» el entonces alcalde, Julián Muñoz, se paseaba con la famosa tonadillera hoy encarcelada y no pasaba nada. Salía reelegido y todo olía mal, apestaba, pero ahí seguía en primera plana para delirio de los seguidores de Sálvame. Y como eso, muchos otros casos –por ejemplo, el señor Fabra en Castellón o algún cacique gallego- que eran archiconocidos y hasta casi, repito, tolerados. Ítem más, seguían obteniendo una tras otra mayorías absolutas. Sin embargo, por suerte, la cosa ha cambiado mucho. La pareja que vive en su mundo, mientras se pasea en Jaguar o luce bolsos de marca, ya no cuela. Eso, entiendo, es lo que ha querido decir el juez Ruz con su auto donde acusa a Mato de beneficiarse «a título lucrativo» con la corrupción de su ex marido. Ella no está imputada –dice que no cometió delito- pero al final tiene que pasar por el Jugado. Algo, evidentemente, mortal de necesidad para un político. Y es que la opinión pública ya no sabe distinguir entre un corrupto y quien se beneficia  de su corrupción. Todo se mira a trazo grueso. Le parece tan mal que se robe de lo público como que se disfrute de lo robado con signos de ostentación. Algo que Ana Mato hacía con fruición al ver el sumario (un millón de folios) de la Gürtel. Fue desde el principio una ministra repudiada por eso: nadie le perdonó sus lujosas fiestas de cumpleaños con payasos y globos pagadas con dinero malversado. Rajoy, con semejante mancha, nunca debió ponerla en su Gobierno. Era algo cantado que, un día u otro, todo saltaría por los aires. La imagen de una mujer que era ajena a todo eso resultaba difícil de mantener y, al final, pasó lo que tenía que pasar. Además, justo en el peor momento posible. Cuando esta sociedad, afortunadamente, ya no traga y penaliza más que nunca la corrupción.

Nuevos tiempos, viejas recetas.
A mí las medidas que ayer se presentaron en el Congreso para atajar la corrupción me parecieron un refrito. Un parche de urgencia al ver la enorme bola que amenaza con aplastar el sistema. Se han tenido muchos años para la llamada regeneración democrática y ahora se intenta poner en marcha a golpe de escándalo. En cuanto salta alguno, ¡pum!, salen medidas por todos los lados. Eso sí, ninguno de estos casos ha sido detectado por los propios partidos sino por la policía. La política no sabe (o quiere) combatir la corrupción a fondo. Y pongo varios ejemplos. Dijo Rajoy que iba a prohibir el uso de tarjetas de crédito por parte de los altos cargos. ¿Y quién las va a utilizar ahora después de lo de Caja Madrid? ¿Alguien va a ser tan torpe como para gastar sin control sabiéndose observado? Los partidos van a tener un límite más bajo en sus donaciones. ¿Y las fundaciones? ¿Para que se crearon las fundaciones de los partidos si no es para financiarse de manera subrepticia? Tendrán los altos cargos que hacer una declaración de bienes al principio y al final de su mandato. ¿Y qué? ¿Estaba en su declaración de bienes las cuentas en Suiza del señor Bárcenas? Alguien que oculta patrimonio o dinero, ¿va a hacerlo acaso público en un documento cuando deje la política? Por favor…

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Por JOSE MANUEL BALBUENA

Sobre el autor

Economista y empresario. Colaborador de EL COMERCIO desde hace ya muchos años. Vamos, un currante en toda regla


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