Comentaba recientemente en un artículo que los franceses son unos apasionados del queso, del sexo, del vino y del champagne; que visto así ya tienes para comer, beber y no pasar frío; que no es poco en esta época de crisis, pero me olvidaba de algo tan trascendente como son para ellos las flores.
Estoy convencido de que en Francia las flores no surgen por generación espontánea como ocurre en cualquier otra parte del mundo: o sea, que no hay una abejilla que llega aleteando a la flor y esparce el polen como el premio de la lotería, «muy repartido», no; en Francia, las flores estoy segurísimo que crecen por decreto ley o a escuadra, con regla y cartabón, si no no se explica cómo es posible que vayas por una carretera y una preciosa arboleda esté justo ahí, ni aquí, ni allí, exactamente donde queda mejor en el paisaje para que el turista se quede boquiabierto; ni que en una casita donde hay un jardincillo de cuatro metros cuadrados las flores estén tan alineadas que hasta los pétalos parece que piden permiso para moverse.
A mí, he confesar, al principio los jardincillos esos y las flores en las macetas en los pueblos colgadas en las farolas me gustaban, pero no creas que mucho, porque, sin ser flor, andaba con la mosca detrás de la oreja.
Iba por una villa y decía: «Mira que bonito, que luz da al pueblo»; pero ya notaba yo que no lo decía muy convencido, prueba de ello es que esa fase enternecedora duró poco más de una semana. Al cabo de ese tiempo, cuando entraba en una casa y al pasar rozando un rosal el dueño me miraba con cierto aire de «no me la estropees», la verdad que me entraban unas tremendas ganas de coger un lanzallamas y cargarme toda la flora y fauna de esa maqueta verde que él consideraba «zona ajardinada»….
Pero es que, además, como la población gala está muy envejecida, pero sigue viva (que una cosa no tiene nada que ver con la otra, que lo digo por decir y nada más) tiene tiempo de sobra para pasarse horas y horas en el jardín y saber todo lo que crece en él; no como nosotros que decimos: jazmines, margaritas, amapolas «y esa que apareció ahí», como si «esa» fuera la alcahueta de la botánica
Pues ellos no, ellos (si encuentran una que desconocen) serían capaces de organizar una reunión de vecinos para identificarla, cada uno llevaría alguno de los 1.400 álbumes que tienen en casa hasta que dieran con la familia de la susodicha flor hasta que, al final, uno diría: «Pues, señores, estamos ante una astarácea». ¿Una astaraqué? Un cardo, hombre, un cardo y menos álbumes.