Es curioso cómo en ocasiones la vida le cierra a uno la boca y le pone en su sitio. Cómo a veces los hechos se suceden para demostrar lo equivocados que estamos en algo. Es lo que nos ha ocurrido a todos los que, hace apenas unos días, vociferábamos indignados sobre lo injusta que era la designación de Rusia como sede del Mundial de Fútbol 2018.
De las candidaturas posibles, la de España (con el apoyo de Portugal) era la que mejor infraestructura tenía. Al menos eso defendían muchos. Además, nuestro deporte está pasando por su “edad de oro” y se merecía este premio, aseguraban otros. A los periodistas, comentaristas y analistas se nos llenaba la boca asegurando que había una mano negra detrás de todo, una acción de esas de novela de misterio cuya trama era quitarle a España el ansiado evento, como fechas atrás había ocurrido con la Olimpiada. La injusticia se cebaba de nuevo con España, que debía haber sido clara vencedora en ambos acontecimientos.
Horas más tarde, el país sufría el salvaje ataque de sus controladores y nuestra imagen internacional quedaba relegada a la de un territorio tercermundista por cuyo espacio aéreo no transitaba una sola aeronave. Días después, el deporte de la nación se veía envuelto en una de las mayores operaciones contra el dopaje de los últimos años, con nuestras estrellas del atletismo entre rejas y con acusaciones tan graves como tráfico de sustancias prohibidas, entre otros cargos.
Las excusas de que “los ingleses nos tienen tirria y los franceses envidia” ya no sirven como justificación. Vendemos mucho humo, esa es la verdad. Y es hora de que nos demos cuenta y obremos en consecuencia. En muy pocos años, los españoles hemos pasado de ser un país de “Bienvenido Mr. Marshall” a creernos el ombligo del mundo. España tiene el mejor clima, la mejor comida, los mejores trenes, la mejor Seguridad Social, la mejor Liga de fútbol, los mejores pilotos, tenistas, constructores, banqueros… Tenemos un país que para muchos debería ser líder mundial. Pero la realidad es que ni siquiera nos invitan a las reuniones de los más altos mandatarios del planeta. Será cosa de envidia. Seguro que eso, también.
Es el momento de aprender de nuestros errores. De basar nuestro crecimiento en la humildad y el trabajo, en lugar de hacerlo en la fanfarronería inútil. España debe volver a sentir lo que es crecer a base de esfuerzo. Concebir la necesidad de trabajar para avanzar, como se sentía en los años 40 y 50. Algo que con el paso del tiempo se ha olvidado. Y que, sin duda, es hora de rescatar.