El pasado miércoles, a la hora en que empezaban a concluir las manifestaciones por el 14N, decidí dar una vuelta por la Gran Vía madrileña para observar de primera mano el ambiente que se respiraba. La impresión fue triste. En realidad, más que triste, aterradora. No ya por los manifestantes dispersos por la zona con cargas importantes de alcohol en el cuerpo. Sino por los no-manifestantes que estaban siendo amedrentados por ellos.
Todos los derechos deben respetarse. Y entre ellos, cómo no, el derecho a la huelga. Pero también debe respetarse –y protegerse- el derecho a decidir libremente. Nadie debería obligar a una persona a trabajar en día de huelga si ella no lo desea. Pero tampoco debería obligarla a no hacerlo.
Lo que vi en esa centenaria avenida me hizo darme cuenta de la ira que corre por las venas de nuestra España. Vi a jóvenes golpeando cristales de cafeterías e increpando a sus clientes por estar consumiendo en día de paro. Fui testigo de cómo un grupo de huelguistas cortaba la calle para tratar de impedir que los actores y el público del musical El Rey León pudieran acceder al teatro. Algunos les empujaban. Otros, la mayoría, vociferaban e insultaban. Uno a lo lejos gritaba a los espectadores “vergüenza, vergüenza”. Y en eso tenía razón. Era una auténtica vergüenza presenciar todo aquello.
La ira de los políticos derrotados, de los artistas oportunistas, de los líderes sindicales (increíble que la tengan con tres pagas extra) se había contagiado a la calle. Vecinos de un mismo barrio, incluso de un mismo portal, luchaban entre sí para defender lo que consideraban justo. Unos trataban de llevar su jornada como un día normal. Los otros trataban de impedirlo. Pero, lamentablemente, por la fuerza. Sea física o psicológica.
Es imperdonable que, se tenga la opinión que se tenga, se amedrente a los ciudadanos. No podemos seguir llamando “piquete informativo” a un grupo de personas con actitud agresiva que rodea –literalmente hablando- a un trabajador abucheándole y empujándole (con suerte solo eso) porque ha decidido ir al trabajo. Ni podemos defender que otro grupo pinche con clavos las furgonetas de reparto para que éstas no puedan ejercer su función.
La ira recorre España, sí. Pero sobre todo corre por las venas de aquellos que no aceptan otra verdad que la suya. Y encima, aquellos que deben liderar, echan más leña al fuego portando sus Rolex, Maurice Lacroix y Raymond Weil de seis mil euros. Lo peor de todo, es que ahí siguen. Envenenando a esta España, ya de por sí iracunda.