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Carlos Ignacio Nores Quesada

Alguien tiene que decirlo

El urogallo, una lucha desesperada

El autor aborda la caída poblacional de esta especie y las estrategias a desarrollar ante el riesgo de extinción

La fauna salvaje suele aparecer en los periódicos por dos razones fundamentales: porque es un problema social o porque está en peligro. El jabalí y el lobo son ejemplos típicos de lo primero, el urogallo por lo segundo y el oso por ambas razones.
Cuando la problemática es social suelen formarse dos bandos: los demonistas y los franciscanistas, que se enfrentan, a veces con notable agresividad verbal. Cuando el problema es de conservación, la polémica pueden protagonizarla grupos de científicos, que frecuentemente compiten por los escasos recursos de investigación o tienen diferentes puntos de vista sobre el asunto. Es como cuando uno sufre una hernia discal y no sabe si acudir al neurólogo o al traumatólogo; aunque ambos especialistas coincidan en el diagnóstico y en el interés por aliviar al paciente, seguramente diferirán en el tratamiento. Incluso es posible que en privado hagan chistes, como: ‘esos no son médicos, son mecánicos, mira el instrumental que usan’. Y cosas así.
La solución de un conflicto social, al fin y al cabo, depende de las personas, por complicado que resulte ponerlas de acuerdo. El apoyo social hacia el oso, cuando tras haber sido considerado una fiera durante siglos se convirtió en una fuente de ingresos, es un buen ejemplo de ello. Pero cuando el problema deriva de una circunstancia natural, que está por encima de nuestra voluntad, tiene mala solución y, en muchos casos, solo podemos aspirar a paliar sus efectos.
urogalloLa supervivencia del urogallo cantábrico encaja en este segundo caso. Es una víctima típica del calentamiento global. Se trata de una especie boreal que quedó arrinconada en los sistemas montañosos del sur de Europa y está sometida a unas condiciones climáticas que cada vez le resultan más adversas. Para un animal marino el calentamiento de las aguas es un problema menor si puede desplazarse hacia el norte o hacia el sur en busca de su clima óptimo. Incluso un animal de las montañas rocosas o de los Andes puede recurrir al mismo reajuste desplazándose a lo largo de las cordilleras hasta encontrar la latitud con el clima que más le convenga. Esto ha pasado multitud de veces entre los últimos períodos glaciares entreverados por otros más cálidos. El problema para las especies de montaña en Europa es que los sistemas montañosos están orientados de este a oeste y el único gradiente climático que se les ofrece es la altitud. Si las montañas son bajas las expectativas resultan mucho más limitadas que si son más elevadas. La cordillera Cantábrica, con sus modestas altitudes, se ha convertido en una trampa para estas especies y lo único que podemos hacer es ayudarlas a aguantar el tirón e intentar retardar el proceso de extinción, pero no deja de ser una lucha desesperada y con no muchas posibilidades de éxito. Al menos el Pirineo, con su mayor altitud, puede constituir un refugio más amplio que la cordillera Cantábrica, donde ahora pintan bastos.
Para colmo, por esas cosas de la evolución, las poblaciones cántabro-pirenaicas de urogallo, aisladas durante milenios de otras poblaciones, han evolucionado tratando de adaptarse a estas condiciones particulares, pero lo han conseguido solo a medias. La situación nos ha dejado un hermoso pastel: si dejamos que se extinga se perderá un genotipo exclusivo de la Península Ibérica y sobre nosotros recaerá la responsabilidad de no haber podido o no haber sabido conservar este patrimonio natural único.
¿Qué se puede hacer? Lo ideal sería mantener al urogallo en su propio medio, lo que se llama conservación ‘in situ’, tratando de reducir las causas de mortalidad y reforzar las que favorecen la natalidad. Sin embargo, la situación puede volverse tan insostenible en un plazo medio que es necesario un plan B, la llamada conservación ‘ex situ’, mantener ejemplares en cautividad para que no se pierda el linaje cántabro-pirenaico si desapareciesen todos los individuos salvajes, por si un día las condiciones se tornasen más favorables o se pudiesen reintegrar en otro lugar más adecuado. Incluso puede haber un plan C, conservar tejidos para intentar la clonación en el futuro. Pero conviene no dejarse cegar por el brillo tecnológico e ir mejor a reforzar el plan A, que aún estamos a tiempo.
Cuando las cosas se vuelven de verdad complicadas lo que hacen algunos es buscar un culpable a quien acusar de todas las acciones, inacciones, errores y esfuerzos fallidos. Así los críticos se desmarcan de la fea situación, lavan su mala conciencia y con acusaciones contundentes esperan parecer mejores de lo que son en realidad. Pero cuando un barco corre el riesgo de hundirse, el pánico es la mejor garantía para mandarlo a pique lo más rápidamente posible, así que lo más sensato es intentar mantenerlo a flote como sea hasta llegar a puerto. Por supuesto que la mayor responsabilidad en esa es tarea recae en el capitán, pero poco podrá hacer si la tripulación no se esfuerza en conseguirlo. Arriar un bote a la chita callando y gritar en la distancia ‘¡Ya lo sabía yo!’ no es la mejor estrategia.
Tras las alarmantes noticias de los últimos meses unos han recordado que el urogallo empezó a venirse abajo cuando se suspendió la caza allá por los años 70, pero la realidad es que ya entonces estaba de capa caída; un partido político ha denunciado «el despilfarro subvencionador» en la conservación del urogallo, sin tener en cuenta de que el dinero invertido no se lo embolsan los pájaros, sino que en su mayor parte se convierte en empleo rural para desarrollar la acciones pertinentes sobre el hábitat; algún investigador ha dicho que se han emprendido las tareas «sin saber cuál es el problema» y reclama un proyecto potente de investigación; los más impulsivos piensan que sobra ciencia y faltan acciones; y unos más sugieren que si hubiesen contado con ellos esto no hubiese pasado. De todo hemos escuchado y leído estos últimos años. Aprendí de una profesora que si hay muchas hipótesis para explicar un problema es que ninguna está clara y esto es lo que le sucede al urogallo. El conocimiento es la base sobre la que debe descansar toda acción, pero al paciente hay que intentar curarlo con lo que tenemos a mano en el momento en que se pone enfermo.
Es fácil criticar los proyectos LIFE y decir que son un fracaso, que no sirven para nada. No solo lo dicen los euroescépticos y los naturicidas, sino que de vez en cuando les hacen coro por aquí los que han sido incapaces de conseguirlos. Que no son un derroche lo sabe cualquiera que haya gestionado un proyecto de este tipo. Los que han trabajado en ellos saben lo que cuesta conseguirlos, porque la competencia es tremenda. También conocen las auditorías de gastos y de dedicación que las autoridades europeas hacen de cada euro que sale de sus arcas.
Recuerdo cómo en 1993 a las comunidades autónomas de Cantabria y Galicia se le retiraron los fondos concedidos para un proyecto LIFE por haberlos destinado a otros fines diferentes a los que se habían comprometido; incluso el Principado de Asturias tuvo que devolver la parte que no había podido invertir. Seguramente si nuestra comunidad autónoma controlase el dinero con el mismo celo que lo hace Bruselas habría sido bastante más difícil que se hubiese dado un ‘caso Renedo’.
Pero no todo es dinero. Ni la medicina tiene solución para todos los problemas de salud ni la ecología tiene solución para todos los problemas ambientales, lo que no implica que haya que sentarse de brazos cruzados a esperar el futuro. En ambos casos hay que luchar razonablemente por retrasar lo retrasable si eso nos brinda una oportunidad en el futuro. Mientras tanto, lo mejor será que mientras podamos todos rememos en la misma dirección y, si llega, estemos preparados para un fatal desenlace.

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Sobre el autor

Profesor de la Universidad de Oviedo; zoólogo y por tanto observador de la vida en sus múltiples variantes


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