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Carlos Ignacio Nores Quesada

Alguien tiene que decirlo

Carnívoros contra el planeta

Acusar a la ganadería de favorecer el cambio climático porque las ventosidades de las vacas producen el metano que incrementa el efecto invernadero, es tan falaz como acusar a los que padecen hiperplasia de próstata de acelerar esa terceraguerra mundial que se producirá por el control del agua

Acabo de escuchar a un vegano acusar a los omnívoros de favorecer el calentamiento global por comer carne (no conozco a nadie que solo se alimente de carne como para ser adjetivado exclusivamente de carnívoro). Acusar a la ganadería de favorecer el cambio climático porque las ventosidades de las vacas producen el metano que incrementa el efecto invernadero, es tan falaz como acusar a los que padecen hiperplasia de próstata de acelerar esa tercera guerra mundial que se producirá por el control del agua, puesto que tienen que ir a orinar y vaciar la cisterna con más frecuencia que el resto de la población. Los que padecen de próstata derrochan el agua que la naturaleza y los demás precisamos para vivir.
En realidad todas las vacas del mundo tan solo son responsables del 5% de las emisiones de gases que incrementan el efecto de invernadero. Aceptemos por un momento la renuncia a la ganadería y a sus 8.000 años de historia: ¿Lograríamos con ello eliminar tales emisiones? En principio los pastizales y los terrenos dedicados a la producción forrajera serían sustituidos por el bosque primigenio, en el que vivirían otros ungulados silvestres (ciervos, corzos y jabalíes en nuestras latitudes), pero ¿acaso los ungulados silvestres no se tiran pedos como los domésticos? Tal vez su metano sea de origen más natural, aceptemos incluso que la biomasa de ungulados silvestres pueda ser algo menor que la del ganado, pero el metano es metano y produce el mismo efecto de invernadero, venga de donde venga.
Dudo que la pretensión de que una gran revolución cambie la dieta de la humanidad sea factible. Ir de pronto en contra de una evolución orgánica y social millonaria en años, para reducir ese 5% en uno, o como mucho, un par de puntos, no parece un proyecto realista, ni siquiera útil si el resultado es tan pobre si el otro noventa y muchos por cien siguiera igual. La idea más bien suena a cargar la responsabilidad ante el problema en los otros.
Nos sentimos mal por lo que sucede, pero como no estamos dispuestos a asumir nuestra culpabilidad se la endosamos al vecino. El procedimiento es el siguiente: tomamos conciencia de un problema causado por la sociedad humana, así que vertemos sobre ella la responsabilidad, pero para no pillarnos los dedos no nos reconocemos en la parte de la sociedad que nos incomoda y descargamos en ella la culpa. Esto, por una parte, nos exonera como causa del problema, mientras que por otra nos sirve para culpabilizar al vecino porque no lleva la forma de vida que a nosotros nos gustaría, y si lo hacemos en nombre de un dogma que está por encima de nosotros (vale la Tierra, pero también puede servir la patria o la religión) es mucho más contundente. Pocas cosas nos proporcionan tanta sensación de seguridad como el movimiento identitario, en torno a grupos de futbol, pandillas juveniles, naciones, seudociencias… Y nada más útil para generar identidades, o reforzarlas, que crear fronteras que mantengan a los nuestros a salvo de los demás. No me cabe duda de que culpabilizar a otros de los problemas comunes es una costumbre tan deleznable como frecuente, reconocible en seguidores de cualquier ideología, de cualquier religión y de cualquier ateísmo.
Los políticos, que no son más que una consecuencia de la forma de ser de los entornos en que viven, tienen un ojo puesto en lo que tiende a parecer pensamiento único y el otro escudriñando lo que realmente quiere la sociedad. En las democracias avanzadas son sensibles a los cantos de sirena, pero deben compatibilizarlos con la realidad más palpable; tienden a poner una vela a Dios y otra al diablo. Así solo consiguen que ambos se mosqueen por el reconocimiento dado al enemigo, en vez de aplacarse por el reconocimiento propio y así vamos dando bandazos, que nos habitúan a convivir crónicamente con el conflicto en vez de intentar resolver realmente el problema. En los países no democráticos, como los líderes siempre son amados por su pueblo, no están tan atentos y hacen lo que les da la gana.
Realmente, nuestra gran dificultad consiste en que tendemos a confundir los conflictos con los problemas. El conflicto se plantea entre grupos humanos con distintos intereses o sensibilidades y hace que nos peleemos entre nosotros para ver quién impone su causa al contrario, mientras que el problema nos amenaza a todos por igual: a los fanáticos, a los devotos, a los creyentes, a los dudosos, a los escépticos y a los negacionistas. Cuantos más esfuerzos dedicamos a alimentar el primero, menos fuerzas nos quedarán para atajar el segundo.

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Sobre el autor

Profesor de la Universidad de Oviedo; zoólogo y por tanto observador de la vida en sus múltiples variantes


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