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Carlos Ignacio Nores Quesada

Alguien tiene que decirlo

No soy lo suficientemente joven para saberlo todo

La ciencia aprendió a utilizar la incertidumbre no como fallo, sino como una fortaleza que le ha permitido avanzar por un camino lento, jalonado de logros que mejoraron, entre otras cosas, el bienestar y la salud de la humanidad

La frase no es mía. La dijo Pedro Miguel Echenique en una entrevista. No le dieron el premio Príncipe de Asturias por esta frase, pero retrata tan bien la situación actual que demuestra que su inteligencia merece haber sido premiada. No fue la única frase sobre la que reflexionar, apunto otras dos: «Lo que hay que hacer es que los políticos no vayan en contra de las evidencias científicas, y si pueden ir a favor, mejor». Y, finalmente, por si alguien piensa que abogaba por una tecnocracia señaló: «Contribuir a una sociedad científicamente informada es un logro democrático, porque una sociedad científicamente informada es más libre para tomar decisiones eficaces».

No hace falta ser virólogo ni médico para decir cosas sensatas sobre el Covid-19. La mayor parte de los ciudadanos estamos saturados del mal ejemplo de nuestros diputados en el Congreso, las redes sociales e incluso los medios de comunicación formales, sin saber quién azuza a quién. Para mí es un bálsamo escuchar las incertidumbres de los científicos frente a las certezas, falsas y rígidas, basadas en supuestos inventados y reforzadas por adjetivos altisonantes. Y es que la ciencia aprendió a utilizar la incertidumbre no como un fallo, sino como una fortaleza que le ha permitido avanzar por un camino lento jalonado de logros que mejoraron, entre otras cosas, el bienestar y la salud de la humanidad.

Uno de los temas más recurrentes de estos meses es señalar a quién tiene la culpa de todos los errores reales o supuestos. La ciencia no funciona así. El secreto mejor guardado de la ciencia es que el conocimiento científico siempre es provisional. No existen teorías erróneas, sino teorías obsoletas. Una teoría se mantiene mientras no sea sustituida por otra capaz de inducir menos errores, y el método científico se basa en el análisis crítico que lleva al convencimiento de que la teoría con menos errores es la que se acerca más a la verdad, porque ningún científico digno de tal nombre está seguro al 100% de nada. En Biología habitualmente aceptamos que un suceso puede ocurrir solo cuando la probabilidad de que suceda supera el 95%. Puede parecer un nivel de exigencia muy alto, pero eso quiere decir que de cada 100 veces que sucedan cosas, cinco veces no sucederá lo que habíamos esperado y de cada mil casos habremos errado en nuestra predicción 50. En ciencia, y particularmente en las ciencias biomédicas, la palabra nunca no existe, por eso la sustituimos por la palabra improbable, porque vivimos inmersos en la incertidumbre y nos han enseñado a controlarla, a conocer sus límites y a no salirnos de ellos.

No es esto un elogio de la ignorancia, sino una clara distinción entre ignorancia y necedad. La ciencia sigue el principio de Diderot, según el cual «la ignorancia está más cerca de la verdad que el prejuicio». Repasen, si no, la mayoría de las entrevistas hechas a los científicos desde que empezó la pandemia. Los científicos casi nunca están seguros de lo que dicen, los necios sí, por eso son más atractivos. Tampoco es esto una interpretación poética de la ciencia, sino una descripción de su funcionamiento.

Es un error pensar que divulgar la cultura científica es difundir sus resultados, porque lo que realmente caracteriza la ciencia es el método científico como garantía del conocimiento adquirido. Por eso la ciencia acaba muriendo si no se practica y debemos distinguirla de la erudición, simple acumulación de conocimientos. El método es lo más importante porque aunque no impide cometer errores, garantiza sacar provecho de los errores cometidos.

El problema de esta crisis sanitaria es que la sociedad la ha vivido como si fuera una crisis política y la ha derivado hacia el tipo de confrontación al que estamos habituados. Es sorprendente que aunque las encuestas insistan en que uno de los principales problemas de este país son los políticos, nos dejamos arrastrar por sus debates estériles porque no conocemos otro mundo ¡Ay Platón, que acertado estuviste con el mito de la caverna! Es triste ver en el Congreso de los Diputados cómo para posicionarse en contra de la prolongación del Estado de Alarma se ha recurrido a argumentos que nada tienen que ver con la pandemia; que se compren abstenciones pagando con leyes laborales; que se saque a relucir un supuesto pasado terrorista del padre de un vicepresidente y que éste replique a otro diputado llamándolo golpista. Los turcos siguen a las puertas de Constantinopla mientras nuestros representantes discuten airadamente sobre el sexo de los ángeles porque no saben hacer otra cosa. ¿No es mejor mirar alrededor y ver lo que está pasando?

Siempre nos habíamos lamentado de que la Iglesia había frenado el avance de la ciencia y ahora vemos que quien la frena es la política. O mejor: la necedad.

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Sobre el autor

Profesor de la Universidad de Oviedo; zoólogo y por tanto observador de la vida en sus múltiples variantes


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