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Carlos Ignacio Nores Quesada

Alguien tiene que decirlo

Conservacionismo y conservadurismo

Si tuviese que hacer una porra, apostaría que los pigargos abandonarán Pimiango

Últimamente parece haberse ahondado la brecha entre las propuestas progresistas y el sentido común. Hubo tiempos en los que nuestro entorno oficial estaba tan por detrás de nuestra sociedad que hasta Adolfo Suárez, siendo ministro-secretario general del Movimiento dijo: «Hay que elevar a la categoría política de normal lo que a nivel de calle es simplemente normal». Ahora parece que la situación se ha invertido y se hace un enorme esfuerzo por hacer normal a nivel de calle lo que a nivel político resulta estrafalario. Hoy lo mismo un separatista llama fascista a Serrat, que un feminista de nuevo cuño acusa a Cristina Almeida de retrógrada por defender un feminismo binario. Faltos de ideas realmente necesarias o simplemente útiles, se estiran las ideas progresistas hasta el extremo de convertirlas en caricaturas. Sucede como en las versiones nuevas de los clásicos de Hollywood: se ruedan con técnicas más elaboradas, chisca la sangre, son más explícitas pero resultan menos sugerentes, y tampoco son mejores.

El mundo de la naturaleza no es ajeno a este movimiento acéfalo que todo lo impregna. Tengo que confesar que a los naturalistas nos encanta imaginar que haya persistido un mundo perdido e ignorado, como el imaginado por Conan Doyle, o la isla de King Kong, también repleta de dinosaurios. Conocedores de la fascinación humana por los paraísos perdidos los chinos rebautizaron en 2002 la ciudad de Zhongdian como Shangri-La, la ciudad de la eterna juventud de la novela ‘Horizontes perdidos’, logrando con ello un gran éxito turístico. El problema, como en tantas otras cosas, es distinguir la ficción de la realidad.

Uno de los temas que parecen estar de moda es reintroducir especies extintas. Juntamos en ellas el deseo de restaurar las funciones ecológicas perdidas a causa de la merma de especies que desempeñaban sus papeles en la enmarañada trama de las redes tróficas, con la mala conciencia de haber alterado profundamente la naturaleza y extinguido gran número de sus cohabitantes del planeta Tierra. Se hizo por codicia unas veces, por necesidad otras y en la mayoría por el simple hecho de que somos demasiados y queremos vivir mejor.

Hace poco me vi envuelto en una polémica sobre la introducción del bisonte. Me pasó como a Charlot en ‘Tiempos modernos’, cuando recoge una bandera roja caída de un camión y la enarbola para llamar la atención del conductor, justo en el momento en el que una manifestación dobla la esquina y la Policía se apresta a disolverla. Con otros científicos de varias disciplinas nos limitamos a decir que los bisontes que están metiendo en España no eran los de la especie pintada en Altamira, solo una imitación, y por qué la aventura carecía de sentido. Los promotores de la idea nos acusaron de ser una pandilla de jubilados que lo están pasando muy bien aprovechando el espectáculo mediático suscitado.

El último capítulo trata de la introducción del pigargo europeo. Como siempre, la justificación se basa en asunciones no comprobadas y confusiones, dando por válidas simples suposiciones que con el paso de los años van asentándose y cuya remoción cuesta sangre sudor y lágrimas. Es frecuente, incluso en la literatura científica, que se repitan una y otra vez citas de autores sin haberlas leído, dando por válidos sucesos dudosos, contradictorios o descontextualizados que se asientan en el imaginario. Desde luego en España hay restos fósiles de pigargos en los últimos 3.000 años, incluso ahora hay observaciones esporádicas de juveniles en dispersión prereproductora, pero no hay la menor prueba de que hayan criado alguna vez en la Península Ibérica o en las islas Baleares. Al parecer el mito de su cría en España procede de una mala interpretación acerca de dos nidos en el islote de Dragonera citados por el ornitólogo inglés Howard Saunders en 1877, que nunca dijo que fuesen de pigargo europeo, sino de águila pescadora, una rapaz que como el pigargo cría en los acantilados costeros y se alimenta de peces, pero su tamaño es mucho menor y que no se parece en nada más a la poderosa águila marina del norte de Europa. Algunos ornitólogos deshicieron el entuerto, otros se aferraron a la leyenda: un mito tiene más vidas que un gato porque nos cuenta lo que nos gusta oír. Nunca más, ni antes ni después, se supo de ningún nido de pigargo, solo frases como: «Debió desaparecer a lo largo de los siglos XIX y XX». «¿Criaría en otros tiempos en las Sisargas?».

A diferencia de los bisontes, las aves tienen la suerte de volar, así que el tema es menos grave. La asociación promotora lleva «más de treinta años anhelando el regreso del pigargo a España»; forman parte de esos visionarios que mientras buscan satisfacer sus sueños infantiles quieren convencernos de que están salvando el mundo. Los retos conservacionistas parecen siempre propuestas progresistas, pero cuando se abordan para cumplir un sueño, sin suficientes garantías, pueden ser, más que conservadores, retrógrados. No puedo asegurar que la operación no saldrá bien, pero si tuviese que hacer una porra con los amigos apostaría que los pigargos abandonarán Pimiango. En el peor de los casos los pigargos que se liberen (un centenar en siete años) podrán volverse volando a Noruega si aquí no encuentran lo que necesitan para reproducirse. ¿Harán como las palomas y serán pigargos mensajeros? ¿Qué mensaje llevarán?

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Sobre el autor

Profesor de la Universidad de Oviedo; zoólogo y por tanto observador de la vida en sus múltiples variantes


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