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Carlos Ignacio Nores Quesada

Alguien tiene que decirlo

Humor y ciencia

Hay científicos dotados de gran capacidad técnica, pero a los que les resulta muy difícil aceptar una idea que rompa el paradigma en el que se formaron. Son como esa gente que siempre está de buen humor, pero es incapaz de entender un chiste

Investigar es ver lo que todo el mundo ha visto y pensar lo que nadie más ha pensado». Esta frase, visible en el bar de la Facultad de Biología de la Universidad de Oviedo, fue dicha por Albert SzentGyörgyi, premio Nobel de Medicina de 1937. La frase encierra un aspecto esencial de la investigación científica que hace ver más allá de lo que hasta entonces habíamos contemplado. Esta forma de ver el mundo desde otra perspectiva original no es exclusiva de los científicos. También participan de ella los humoristas. El humor sutil no se nutre de tartas estampadas en la cara ni de caídas y bofetadas, sino de ver las cosas de un modo alternativo, que sea a la vez sorprendente y lógico. Como el final de una narración, cuando todos esperamos que sea convencional y el autor logra algo brillante en lo que nadie había pensado y consigue que no quede ningún cabo suelto. En definitiva: el huevo de Colón.

Cuando era estudiante compré una edición de ‘El origen de las especies’, de Darwin en una colección de clásicos de bolsillo. En la contracubierta se justificaba por qué un libro científico estaba en una colección dedicada a la literatura. La razón era que su lectura producía el mismo disfrute y la misma emoción entonces que cuando se publicó por primera vez. En efecto, como en todos los trabajos de Darwin, aquel libro estaba plagado de observaciones ingeniosas que resolvían dudas centenarias; explicaciones de cajón en las que hasta entonces nadie había reparado. Igual da Darwin que Molière.

Para fomentar esta forma alternativa de ver el mundo, en mis clases deslizaba entre las explicaciones acertijos como: ¿Cuál es el animal que tiene más dientes? (El Ratoncito Pérez) o ¿Qué animal, a pesar de ser muy veloz, llega siempre el último? (El del-fin). Sin pretender resultar gracioso y tratar de recuperar la atención de los alumnos aburridos, intentaba demostrarles que hay otra forma de ver las cosas más allá de las apariencias y que debían entrenar esta habilidad. Dar la vuelta a las cosas te permite tomar distancia y mejorar la perspectiva.

Como la vida, el humor es un misterio. Según nos recordaba Marcos Mundstock en su discurso de recepción del Premio Princesa de Asturias, el humorismo más refinado «permite contemplar las cosas de una manera distinta, lúdica, pero sobre todo lúcida, a la cual nos llevan otros mecanismos de la razón». También hay científicos dotados de una gran capacidad técnica, pero a los que les resulta muy difícil aceptar una idea que rompa el paradigma en el que se formaron; son como esa gente que siempre está de buen humor, pero es incapaz de entender un chiste. También, como la ciencia, el humorismo es algo social: «Uno no se cuenta un chiste a sí mismo», decía Mundstock. La ciencia que no se difunde tampoco tiene sentido.

Son varios los científicos preocupados por arriesgarse a desafiar el modelo preestablecido. Todos saben del choque de Galileo con la Iglesia, muchos recuerdan que Copérnico, por si acaso, no se atrevió en vida a defender el heliocentrismo, pero menos están al corriente del temor de Walter Álvarez a desafiar el continuismo imperante entre los geólogos cuando propuso su hipótesis del meteorito que acabó con los dinosaurios. Es un clásico cargar sobre la Iglesia la oposición a la teoría de la selección natural para explicar la evolución, pero pocos conocen que muchos científicos de la época, seguidores de la teoría de la preformación y de los Tipos ideados por Cuvier, se opusieron a las ideas darwinistas, como sir Richard Owen, director del Museo de Historia Natural de Londres o Louis Pasteur, a quien el darwinismo le parecía especulativo y falto de rigor científico. Owen, que pasó bajo manga argumentos científicos al obispo Samuel Wilberforce para su famoso debate sobre Darwinismo y Sociedad, tenía también muy poco sentido del humor; vean si no sus retratos colgados en el MUJA.

Las cosas no siempre son lo que parecen. El tópico achaca a la religión el papel de rémora a la hora de aceptar las nuevas ideas, algo que ha sucedido con frecuencia, pero cuya generalización es un recurso fácil que no lo explica todo. Georges Lemaître, sacerdote belga, profesor de física de la Universidad Católica de Lovaina, es el padre de la teoría del Big Bang, para lo que tuvo que contradecir algunos supuestos de la teoría de la relatividad. Un giro sorprendente y lógico sobre otro giro sorprendente y lógico anterior. Su propuesta le valió una reprimenda de Einstein, que le dijo: «Tus cálculos son correctos, pero tu comprensión de la física es abominable». Aceptar en los años 20 tal teoría suponía reconocer que, como dice la Biblia, el universo no era infinito ni eterno, sino que había sido creado en un momento determinado y los astrofísicos de su tiempo no estaban de humor para aceptarlo. Quién lo creó y para qué ya es harina de otro costal, una pregunta al margen de la Física que solo interesa a los teólogos. Aunque inicialmente no había pruebas de ello, los físicos, que en el fondo son buena gente, reconocieron que el cura tenía razón a medida que las pruebas se fueron acumulando. Por cierto: Big Bang fue un nombre despectivo puesto por Fed Hoyle; Lemâitre la llamó ‘teoría del huevo cósmico’, concepto del que, con gran sentido del humor, se apropió después Salvador Dalí y plasmó en el tejado de su teatro-museo de Figueres.

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Sobre el autor

Profesor de la Universidad de Oviedo; zoólogo y por tanto observador de la vida en sus múltiples variantes


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