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Carlos Ignacio Nores Quesada

Alguien tiene que decirlo

Los animales de compañía y el Pecado Original

El anteproyecto de ley no asigna derechos a los animales por sí mismos, sino por lo que representan para nosotros, entrando en la contradicción de convertirlos en objetos en vez de considerarlos sujetos

Solemos considerar que la cultura cristiana arrastra un sentimiento de culpa que todo lo inunda y que hunde sus raíces en el Pecado Original. La Semana Santa y sus penitentes son un buen ejemplo, así como el gusto por el cilicio de nuestros santos del Siglo de Oro aspirantes a expiar pecados propios y ajenos heredados del mordisco a aquella manzana.

Hace poco tiempo circuló un manifiesto promovido por la Estación Biológica de Doñana, firmado por más de 800 científicos contra algunos aspectos del Anteproyecto de Ley de Derechos de los animales durante su período de información pública. No me impresiona el número de firmantes. Seguro que sería fácil conseguir otros 800 para proponer la sustitución del día de Santiago Apóstol y de la Virgen del Pilar como fiestas nacionales por el día de Darth Vader y Yoda. Tampoco sería extraño que tal propuesta obtuviese el apoyo de algún grupo parlamentario. No coincido con todas las propuestas del manifiesto, pero tampoco me agradan los principios que iluminan esta ley.

Vaya por delante que me parece imprescindible que exista una ley nacional de bienestar animal que castigue su maltrato y enmarque, homogenice e inspire las normas autonómicas o municipales sobre el tema, pero la ley que necesitamos debe sustentarse en unos principios más objetivos y lógicos que los que impregnan este anteproyecto de ley. Necesitamos algo para solucionar problemas existentes y que pueda ser apoyado por una mayoría de ciudadanos, en vez de una norma que con el pretexto de resolver un viejo debate, se utilice para considerar retrógrada cualquier idea que no sea extrema.

El manifiesto destaca la confusión del anteproyecto de ley sobre el concepto de lo que es un animal. A secas. En términos biológicos los límites de la animalidad van desde los humanos hasta las esponjas, pero aunque la ley habla de animales, se limita implícitamente a aquellos de los que nos sentimos responsables y con los que tenemos lazos afectivos, sin aclarar si un gato es más o menos animal que un mosquito o un mejillón. Por ejemplo, resulta confuso saber hasta qué punto determinados animales se consideran silvestres o urbanos, salvo por su ubicación. A los segundos se les reconocen derechos solo porque compartan territorio con las personas: como su derecho a la atención veterinaria urgente, a no ser molestados, capturados o sacrificados, salvo que esté justificado técnica o científicamente, justificación que complica su ejecución hasta el punto de volverla difícilmente operativa. Así, resultan tan urbanas las palomas y los gatos comunitarios como las ratas, los ratones y las moscas domésticas. Por el contrario, establece un agravio comparativo entre los jabalíes, los mirlos o las lavanderas silvestres y los que viven en las ciudades. ¿Por qué tendría más derechos un jabalí urbano que otro rural? Si definimos como animal de compañía aquel que se mantiene principalmente en el hogar tampoco queda claro si muchos parásitos estrictos de humanos, como los piojos y las ladillas, incapaces de sobrevivir fuera de los hogares, entrarían en esa categoría.

Tales incongruencias nos llevan a la conclusión de que no se asignan derechos a los animales por sí mismos, sino por lo que representan para nosotros, entrando en la contradicción de convertirlos en objetos, en lugar de considerarlos sujetos. A pesar de que su objetivo es garantizar la dignidad de los animales, la ley parece más preocupada por lavar nuestra conciencia y redimir nuestros pecados por los males que les infligimos o les hayan infligido otros. Humaniza a los animales contra sí mismos y contra su propia naturaleza a pesar de que esta ley obliga a mantenerlos en condiciones «acordes a sus necesidades etológicas». El anteproyecto de ley resulta extremadamente antropocéntrico y, así, nos invita a que nos esforcemos en impedir que los animales «vivan como animales». La abolición de la esclavitud evitó que los hombres fuesen tratados como bestias, la Dirección General de Derechos de los Animales pretende evitar que los animales sean tratados como esclavos.

Aunque nos escudemos en la ciencia, es la cultura la que marca el paso. Como la ciencia no emociona, inventamos argumentos seudocientíficos a medida y buscamos subterfugios para salirnos con la nuestra e imponer nuestro criterio. Ridiculizamos a Disney por lacrimoso y falso, pero seguimos su estela. Lloramos la muerte de la mamá de Bambi a manos de unos cazadores desalmados y nos emocionamos cuando luego aparece su padre para darle ánimos y consejos. Preferimos ignorar que mientras hombres malvados dejaban huérfano a su hijo, él estaba muy ocupado ligando con las demás ciervas del bosque. Por cierto, lo mismo que seguramente hará Bambi una vez terminada la película. Se divorciará de Falina, su compañera de infancia, o más bien, la agregará a su harén para mantenerse acorde «a sus necesidades etológicas y fisiológicas».

Cuando se habla de la dignidad de los animales nadie ha podido preguntar a nuestras mascotas si quieren convertirse en el hijo que no tuvimos o si les basta con pertenecer a nuestra manada. A veces veo por la calle dueños que indudablemente aman a sus perros, pero no estoy muy seguro de que respeten su derecho a ser canes, con necesidades de canes, cuando los llevan a la peluquería disfrazados ridículamente de pequeños humanos o los castran para que no sufran un celibato no consentido. ¿Promover una campaña de esterilización no es un atentado contra la dignidad animal?

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Sobre el autor

Profesor de la Universidad de Oviedo; zoólogo y por tanto observador de la vida en sus múltiples variantes


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