Uno de los secretos del SARS-CoV-2 es que solo se manifiesta cuando lleva tiempo infectando a otros huéspedes y mata relativamente poco, gracias a lo cual logró expandirse mucho más que sus congéneres.
Cualquier virus se aprovecha de todo bicho viviente: los hay que solo viven a expensas de las bacterias; otros atacan a los protozoos o a los hongos; algunos a las plantas y también explotan a los animales.
Hay decenas de familias de virus de los animales, y como los de cualquier organismo podemos dividirlos en dos grandes grupos según su ácido nucleico sea ADN o ARN; los dos tipos de moléculas capaces de almacenar instrucciones para decir cómo hay que hacer las cosas en el interior de las células y de producir copias.
Entre las familias de virus que tienen ADN están la del virus del papiloma, el de la peste porcina africana y el de la hepatitis B. Entre las de ARN hay muchos cuyos nombres nos resultan familiares: está el VIH, el de la hepatitis A y C, el de la rabia, el de la gripe, el del catarro, el dengue, el ébola y otras lindezas cuyo solo nombre asusta; cada uno de una familia diferente: retrovirus, flavovirus, rhabdovirus y también, cómo no, están los coronavirus.
A estos virus de ARN los llamamos familiarmente ribovirus, para abreviar. Como ácido nucleico, el ARN desempeña en los organismos un papel subsidiario, al abrigo del auténtico protagonista, que es el ADN. El ADN vive el núcleo: la acrópolis de la célula, el centro de poder, el barrio administrativo. El ARN se limita a trasmitir las órdenes del núcleo a los orgánulos del citoplasma para sintetizar las proteínas que ejecutan las tareas de la célula. Los adenovirus se cuelan en el ADN nuclear y meten de rondón sus órdenes entre las de la célula para que trabajen para él y se olviden de su tarea original. Pero como para un virus todo lo que no es imprescindible, estorba, los ribovirus atajan, logrando engañar a la célula haciéndose pasar por su ARN mensajero, que se pone a replicarlo a toda velocidad y a hacer cápsidas, las envolturas proteicas imprescindibles para que el virus pueda infectar a nuevos organismos, en vez de las proteínas que la célula necesita. Igual que hacen los cucos engañando a otros pájaros, pero en celular.
Quedamos en que los coronavirus son virus de ARN; se especializan en parasitar (y averiar) el aparato respiratorio, produciendo toses, moqueos, carraspeos y en el peor de los casos neumonía, que no es más que un pulmón estropeado al dejar los alvéolos, los saquitos que se llenan de aire en cada inspiración para intercambiar los gases, llenos de pus, líquido o células que mató el virus; en fin, que los deja hechos un desastre. Una buena razón para asfixiarnos si la enfermedad llega a su fase más grave. Otros coronavirus viven de fastidiar el hígado, el intestino o el riñón de los animales. Cada uno tiene apetencia por su tipo de célula favorito. Esclavizan a las células, lo que acaba matando al cuerpo si no reacciona pronto y bien. Si destruyen muchas células se deteriora el tejido que constituyen, así el órgano acaba por funcionar mal o se colapsa. Estos virus suelen vivir apegados a su especie favorita: un ave o un mamífero, pero con tantas decenas de miles de copias que hacen, de cuando en cuando se producen cambios y alguna de las nuevas versiones es capaz de infectar otra especie. Pero no podrán dar el salto si no se da una buena ocasión, es decir: un ‘contacto estrecho’ entre la especie de origen y el nuevo destinatario, para que salte un número de virus suficiente para iniciar una exitosa carrera en un nuevo hábitat o que el experimento acabe en un estrepitoso fracaso. Que, afortunadamente, es lo más frecuente.
Si tiene suerte encontrará un nuevo hospedador desprevenido carente de armas para controlarlo y monta en él un estropicio considerable, tan grande que puede llegar a destruir su propia casa, su hábitat, es decir, el cuerpo del huésped. Un mal negocio para cualquier parásito, porque cuando se pasan varios pueblos, con el estrago, la cosa acaba mal también para ellos. Pongamos un ejemplo: si un virus del aparato respiratorio mata rápido a su huésped frena su capacidad de trasmisión, porque se trasmiten a través de la respiración y los muertos no respiran. Este es uno de los secretos del SARS-CoV-2: solo se manifiesta cuando lleva tiempo infectando a otros huéspedes y mata relativamente poco, gracias a lo cual se logró expandir mucho más que sus congéneres. De hecho, una de las razones por las que las nuevas variantes son más infectivas es porque producen más contagiados asintomáticos, perfectos infiltrados en la retaguardia capaces de pasar desapercibidos mientras sueltan virus a diestro y siniestro.
No se alarmen, pero el 8% del genoma humano está formado por material procedente de 27 familias de antiguos virus, que con el tiempo se amoldaron tan bien a su huésped, que no solo acabaron por no matarnos, sino que nos devolvieron el favor protegiéndonos de nuevos virus patógenos, convirtiendo así el parasitismo en simbiosis. Esto es en lo que se acaba convirtiendo a cualquier parásito a largo plazo gracias a la evolución, en un aliado, pero por el medio, en un proceso que puede durar siglos y aún milenios, los destrozos provocados por el aprendizaje son la moneda que debemos pagar por la irrupción de un parásito nuevo.
Como vemos, en el fondo, hasta al más malvado de los virus le gustaría tener buen corazón.