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Carlos Ignacio Nores Quesada

Alguien tiene que decirlo

Académicos a la greña

Pocos científicos se hacen ricos; su patrimonio es su notoriedad. La ciencia es una tarea que exige confianza entre colegas y la desconfianza arruina su fama y su gloria, que también son objeto de competencia

Johan Beringer, decano de Medicina de la Universidad de Würzburg, hombre prestigioso por sus investigaciones y su praxis médica, fue víctima de una especie de broma que lo llevó a la tumba. Se dice que era famoso, terco y arrogante, con facilidad para granjearse enemigos. Como médico también estaba interesado en los objetos naturales curiosos. Cuando todavía se discutía la naturaleza y el origen de los fósiles, los buscaba, estudiaba y clasificaba en la caliza conchífera de los alrededores de su ciudad. A partir de 1724 comenzaron a aparecer fósiles cada vez más llamativos, con figuras de pájaros, ranas, arañas, insectos; incluso algunos con inscripciones en hebreo, una de las cuales formaba la palabra Jehová. Tan importantes parecieron los hallazgos que se originó un activo comercio de tales curiosidades, llegando a constatarse unas dos mil ‘piedras figuradas’. El propio Beringer publicó dos años más tarde un libro titulado ‘Lithographia Wirceburgensis’ donde daba a conocer sus descubrimientos y solicitaba la colaboración de los especialistas para que le ayudasen a investigar el fenómeno. La leyenda dice que cuando apareció un fósil con su propio nombre se descubrió el engaño: según unos ni esta prueba lo sacó de su obstinación, según otros lo llevó a denunciar a las autoridades el engaño y según todos acabó muriendo a causa del disgusto. Lo cierto es que tres jóvenes que le habían vendido los fósiles fueron acusados de fraude. Ante el juez culparon a una cuarta persona de haberles inducido al negocio, que, a su vez implicó a dos profesores de la universidad que habían urdido el plan para desacreditar a Beringer «porque era soberbio y les despreciaba». El que apareció como principal promotor de la trama fue nada menos que Johann von Eckhart, discípulo y colaborador de Leibniz, padre de la investigación prehistórica en Alemania, que dividió la Prehistoria en las tres épocas que aún hoy se distinguen: la Edad de Piedra, de Bronce y de Hierro. Beringer consideraba que Eckhart era un oportunista, además de un «envidioso sabelotodo», que siempre quería ser la primera figura en todas partes. Choque de trenes. El burlado Beringer trató de recuperar todos sus libros para destruirlos, de manera que los que sobrevivieron son cotizados ejemplares de bibliófilo y las ‘piedras figuradas’ se pagan hoy en el mercado mucho más caras que los fósiles auténticos. La leyenda también dice que la vergüenza sufrida llevó al pobre médico a la tumba poco tiempo después. La verdad es que murió a los 73 años, catorce después de descubrirse el pastel.

Otro encontronazo más conocido es el protagonizado por Georges Cuvier y el caballero de Lamarck. Lamarck, de una generación anterior, defendía que los animales cambiaban a lo largo del tiempo, por el uso o desuso de sus órganos, mientras que Cuvier mantenía que las especies eran inmutables. Poco importa aquí quién tenía razón, puesto que las teorías científicas están para ser sustituidas por otras. Lo que importa es el comportamiento mostrado. En aquellos tiempos Cuvier estaba en la cúspide de su fama: había sido ministro, consejero de Estado, canciller de la Sorbona, miembro de la Academia Francesa y había accedido a la nobleza como barón y par de Francia. Además, por ser un científico metodológicamente puntilloso, dotado de gran intuición y brillantez expositiva, así como por respetar los hechos por encima de todo, se había ganado entre el gremio el título oficioso de príncipe de los científicos. Ambos daban sus clases en el Museo de Historia Natural en aulas vecinas. No resultaba extraño que los alumnos del barón aumentasen en la medida de su fama, mientras que los del caballero disminuyesen a medida que las teorías que explicaba parecían obsoletas. Mientras aumentaba el enconamiento y la agresividad de Cuvier contra su adversario científico, Lamarck quedó ciego y necesitaba ser acompañado en el aula por su hija. Se cuenta que en una ocasión Cuvier irrumpió en el aula de Lamarck, porque eso de que la función crea al órgano era una estupidez que atacaba su obra y le ofendía personalmente, así que le acusó de estar ciego, «ciego para los hechos de la naturaleza». La cosa no terminó ahí. Siguiendo su teoría, el mismo Lamarck sería el responsable de su ceguera porque «si se hubiera dedicado a observar más a menudo la naturaleza, en lugar de hacer filosofía, habría estado en condiciones de librarse de su padecimiento». Desde entonces Lamarck tuvo que abandonar sus clases, perdió su trabajo ante la mirada sospechosa de sus colegas y se hundió en la depresión. A su muerte la Academia Francesa le dedicó un libro conmemorativo del que fue excluido el obituario escrito por Cuvier, por resultar desagradablemente mordaz y sarcástico.

Como se ve, también los científicos, aun los más, excelsos, tienen sus luces y sus sombras. Pocos científicos se hacen ricos; su patrimonio es su notoriedad. Como cantaba Juan de la Encina: «Todos los bienes del mundo pasan presto y su memoria, salvo la fama y la gloria». La ciencia es una tarea que exige confianza entre colegas y la desconfianza arruina su fama y su gloria, que también son objeto de competencia. Se pueden llevar mal los miembros del parnaso de la ciencia, como los de las congregaciones religiosas, los músicos, los vecinos de una comunidad o los políticos, especialmente entre correligionarios (competidores). Que en todas las profesiones haya personas buenas, regulares y malas es lamentable, pero no extraordinario. Quien se rasgue las vestiduras corre el riesgo de quedarse desnudo.

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Sobre el autor

Profesor de la Universidad de Oviedo; zoólogo y por tanto observador de la vida en sus múltiples variantes


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