El enfrentamiento entre La Gente y La Casta terminó cuando los más activos representantes de La Gente se convirtieron en casta dominante.
La ira es la gasolina que prende las revoluciones, de todas clases, cruentas e incruentas. No hay mejor abono para la lucha de clases que la ira y esa debe ser la razón de su gran éxito para considerarla el motor de la historia. La ira ha sido el motor del asalto al Palacio de Invierno y del asalto al capitolio de Washington, por citar dos revoluciones del signo opuesto. Sin ira no habría habido Revolución del 34 y sin ella tendríamos una mejor biblioteca en la universidad y su gabinete de Historia Natural. Oviedo no habría sido destruido a golpe de dinamita y nos habríamos ahorrado muchas muertes.
‘¡Indignaos!’. El libro que el francés Stéphane Hessel escribió en 2010 fue una referencia para el Movimiento 15-M, que tuvo la simpatía de amplias capas de la sociedad por su espontaneidad y la necesidad de satisfacer sus demandas. Lo mismo podemos decir de la Primavera Árabe, que iluminó la esperanza de buena parte del Mundo. Sin embargo, sus cristalizaciones políticas fueron mucho menos halagüeñas que lo que cupo esperar.
Como la simpatía, por sí sola, no mueve montañas, el movimiento 15-M cristalizó en un partido político que trató de canalizar la ira de sus activistas. Podemos focalizó todos sus esfuerzos yendo contra todo lo que hasta entonces había normalizado nuestra convivencia. Los partidos políticos se convirtieron en La Casta y la Constitución fue rebautizada como el Régimen del 78. Eran los escollos que frustraban la vida de La Gente, la gente corriente que tenía cada vez más dificultades para insertarse en la sociedad, inmersa en una pavorosa crisis económica. La propuesta entusiasmó tanto en sus inicios que en siete meses se convirtió en el primer partido en intención de voto. La ira, de mano con la esperanza, obró el milagro. El enfrentamiento entre La Gente y La Casta terminó cuando los más activos representantes de La Gente se convirtieron en casta dominante en cuanto tuvieron oportunidad, y su ira se canalizó hacia una lucha cainita, en la más rancia tradición hispana, que apenas les dejaba tiempo para proponer objetivos inverosímiles y presionar para sacar adelante leyes llenas de agujeros. Muchos que entonces apoyaron a los partidos emergentes capaces de romper el bipartidismo sufrieron su mayor decepción, que acabó con la ilusión de que otra política era posible. Desde entonces, al menos en España, la corrupción no hizo más que aumentar, igual que el problema de la vivienda o la desigualdad. No solo aquí. Recientemente Jean-Luc Mélenchon, fundador de Francia Insumisa, no dudó en presentar la moción de censura al jefe de gobierno francés apoyándose en el partido de Marine Le Pen exclamando: «¡La democracia no es consenso!». La ira sirve para derribar cualquier cosa, pero difícilmente ayuda a reconstruir nada.
La Primavera Árabe nació de la desesperación y creció con la ira. Fue la primera revolución convocada por redes sociales, pero acabó como la Primavera de Praga y otras primaveras que nunca llegaron a florecer, quién sabe si por candidez, inexperiencia o porque no basta estar indignado, ni siquiera tener razón, para que estas cosas se consoliden. En Túnez, Egipto, Libia o Yemen se fueron derrocando gobiernos dictatoriales sin que les siguiera nada notablemente mejor que lo que dejaban atrás. En Siria ocasionó una larga guerra civil por la intervención de potencias más o menos revolucionarias, hasta que el dictador desapareció en menos de dos semanas cuando las potencias que lo sostenían tuvieron problemas más urgentes que resolver. Da la impresión de que ahora la transición de poderes se plantea sin ira. Esperemos que no haya más diversidad de la que el país sea capaz de soportar.
Hace poco me puse a releer ‘La guerra civil española’. Su autor, Hugh Tomas, escribió en 1976: «En cuanto la guerra civil pase a ser primordialmente un tema de controversia entre historiadores, podremos considerar que, por fin, ha terminado». Aunque hay quien desconfía de Thomas por haber pasado de laborista a conservador, su obra, entonces, fue mitificada por ser una de las más prohibidas durante la dictadura franquista, solo porque era el primer libro en abordar distanciadamente «la peor guerra civil de la Europa moderna». Contribuyó a su leyenda que fuese uno de los primeros libros publicados por Ruedo Ibérico, la editorial fundada en París por exiliados republicanos. Desde allí se introdujo clandestinamente en España hasta que, iniciada la Transición, se pudo publicar en nuestro país. Tal vez la imparcialidad que el propio autor buscó vaya en contra de los que piensan que el activismo es más necesario que la ecuanimidad. Hay quien no perdona al autor por ser crítico con el sectarismo y los errores de ambas partes. Hoy suena viejuno el discurso de Azaña que cierra el libro. El presidente de la Segunda República afirmó en plena contienda que creía que las nuevas generaciones, al recordar lo que había pasado, iban a templar su intolerancia y su odio al pensar en los muertos y recordarían «el mensaje de la patria eterna que dice a sus hijos: Paz, Piedad y Perdón». La Guerra Civil y Franco siguen siendo el talismán de la ira. Ni Manuel Azaña, ni Hugh Thomas imaginaron que la ira seguiría siendo el motor varias generaciones después, alimentando una violencia latente disfrazada de buen rollo. También parece obsoleta la frase de Felipe González: «Prefiero ser hijo de la democracia que nieto de la Guerra Civil».