Angelita y Marina. La primera, hermana de mi madre y la segunda, su prima. Ambas llegaron a centenarias en 2021. Sus vidas podrían ser los ejes de una novela-río que contara la historia del pasado siglo
Dicen que cada familia guarda una historia que daría para una novela. A la mía, desde luego, le sucede. Me ha quedado clarísimo desde que dos de mis tías llegaron en 2021 a centenarias: Angelita y Marina. La primera, hermana de mi madre y la segunda, su prima. Sus vidas podrían ser los ejes de una novela-río que contara la historia del pasado siglo.
Ambas comparten el apellido Sirgo, legado común de mi bisabuelo, el primero en nacer en Gijón de una familia procedente de Cenero. Mi bisabuelo José era una persona despierta e inteligente, aunque no disfrutase de una sólida formación. Entró en la Fábrica de Laviada a los 14 años con una escoba en la mano, por un jornal de seis reales, y llegó a apoderado sin abandonar sus costumbres sencillas. Cuando iba a Madrid en representación de la fábrica se alojaba en la misma pensión de siempre, en vez de ir a un hotel, en contra del deseo de su jefe para quien alojarse en una pensión le parecía hacer de menos a su empresa.
Las anécdotas son innumerables. Mi tía Angelita tenía previsto hacer su primera comunión un 14 de mayo. Ese mismo día, al mes exacto de la proclamación de la República, el convento situado en el paseo de Begoña, fue clausurado y se quedó sin comunión. Tres años después, al pasar por El Llano, fue acosada junto a su madre y su hermana cuando iban a tomar un autobús camino de Covadonga, porque se había declarado una huelga general. Volvieron a casa aterrorizadas, perdieron la cesta de la comida, pero no recibieron ninguna de las pedradas que les dedicaron los piquetes informativos. Al poco de estallar la Guerra Civil, vio cómo la zapatería familiar fue confiscada y asistió a la detención de su padre, afiliado a la CEDA. La angustia de mi abuelo era tal que se le paró el reloj de su muñeca, le pidió a mi madre el suyo, que también se detuvo. Al día siguiente mi abuela y sus dos hijas supieron que había sido fusilado por miembros de las milicias libertarias acuarteladas a escasos metros de su casa. Ni su cuñado, concejal de Izquierda Republicana, pudo evitar el asesinato. Para colmo, por ser consideradas familiares de un faccioso reaccionario, fueron excluidas de las cartillas de racionamiento mediante las que el Comité de Guerra de Gijón repartía alimentos. No es de extrañar que con el tiempo mi tía se volviera radical, a pesar del ejemplo más templado de su madre, que habiendo vivido la misma historia nunca fue antinada. Bastante ocupada estuvo sacando adelante a sus dos hijas tras la muerte de su marido y la ruina familiar y buscando cómo conmutar la pena de muerte a la que un consejo de guerra franquista había condenado a su hermano republicano.
Mi tía superó un tifus en la inmediata posguerra tras pasar 71 días en la cama. Durante su enfermedad el tío de una amiga pagó la comida enviada desde un restaurante próximo. Angelita solo estaba para caldos, pero el resto de la familia comió ese tiempo gracias a la solidaridad de los amigos, que no pudieron evitar que desahuciaran a mi abuela de la casa donde vivía cuando quedó sin recursos para pagar su alquiler. Muchas más cosas le pasaron después, incluso tres cánceres, dos de pecho, extirpados en los años 70 y 90 y un melanoma tres décadas después. Su historia, superando durante medio siglo varios cánceres, animó a muchos que pasaron por esa enfermedad.
La otra centenaria es Marinina, conocida en familia por ese diminutivo, ya que Marina, por antonomasia, era su madre, pero llamar ahora mediante un diminutivo a una centenaria me parece una extravagancia. Cuando los estudios eran poco frecuentes entre las mujeres Marina estudió Comercio en Gijón. Su padre, profesor de la escuela, también es un personaje que necesitaría otra novela para él solo. De origen humilde, gracias a su inteligencia y tesón alcanzó cargos de responsabilidad en diferentes instituciones. Estudió dos carreras, la segunda, de Filosofía y Letras, tras jubilarse como profesor de la Escuela de Comercio. Y no contento con eso alcanzó el grado de doctor cumplidos los 70 años con la tesis ‘Influencia de Rubén Darío en los poetas españoles’, oportuno colofón tras ser cónsul honorario de Nicaragua en Gijón durante décadas. Marina pudo heredar el cargo, pero no quiso. Ante la insistencia de la embajada de Nicaragua, les contestó que si querían que la familia siguiese ocupándose del papeleo lo enviasen al panteón familiar donde reposaba su padre. Esa fue su respuesta a la tentación de los oropeles.
Sigamos con Marina. También pasó lo suyo. Además de otras estrecheces y problemas familiares que no vienen a cuento, una temprana viudedad hizo que su hijo a los 20 años tuviese que dejar sus estudios en segundo plano para hacerse cargo de las representaciones comerciales de su padre y sacar adelante a la familia, consiguiendo compatibilizarlos como pudo y cuando hubo un respiro licenciarse en Medicina. Lectora impenitente y actualizada, las ediciones electrónicas la ayudan a seguir leyendo a pesar de la pérdida de vista que su edad comporta. Desde que empezó el covid aún no me he atrevido a verla, pero solemos hablar por teléfono de literatura y de cine y comentamos los programas de radio y televisión que oye y ve. Así sigue siendo Marina, con sus centenarios ojos abiertos al mundo.