Se valora más la opinión que el conocimiento. O se confunden, que puede ser peor. Muchos se fijan más en quién lo dice que en lo que dice
Si un intelectual, como dice el Diccionario Oxford, es aquella persona que se dedica fundamentalmente a actividades o trabajos en los que predomina el uso de la inteligencia, los que se reconozcan en esta actividad viven horas bajas. En tiempos de posverdad priman las emociones sobre los hechos y no es una excepción escuchar a líderes ‘queer’ decir que la realidad está sobrevalorada.
La inteligencia, en estos tiempos, se usa para mejorar los chirimbolos tecnológicos o para encontrar un subterfugio legal para defraudar a Hacienda, pero poco para reflexionar sobre lo que sucede. Desde luego, resulta más difícil encontrar en los medios reflexiones tranquilizadoras que noticias alarmantes presentadas desde una perspectiva aterradora. El miedo es un potente agente movilizador.
El covid nos ha enseñado mucho sobre esto. Las noticias más pesimistas y alarmantes dominaron sobre las informaciones que trataban de explicar objetivamente qué estaba sucediendo, lo que se conocía, lo que se desconocía, lo que era razonable y lo que no. Muchas personas reaccionaron como nuestros ancestros medievales ante la peste negra. Las vacunas pasaron de ser el medio más efectivo para evitar la enfermedad a convertirse en experimentos macabros que pretendían extinguir la humanidad o convertirla en un ejército de zombis. Y lo peor es que los países con mayor tradición científica, como Estados Unidos, Reino Unido, Alemania o Austria encabezaron las listas de negacionistas e indisciplinados contra las medidas más razonables. Los extremos políticos, una vez más se tocaron.
Se valora más la opinión que el conocimiento. O se confunden, que puede ser peor. Muchos se fijan más en quién lo dice que en lo que dice. En una tertulia de amigos, charlando sobre la retirada de unos trabajos de un conocido científico de la universidad de Oviedo, uno de los presentes no sabía de qué estábamos hablando y cuando alguien trató de ponerle en antecedentes, antes de que acabara ya había tomado posición. Segundos le llevó zanjar con un «te lo digo yo» sobre un tema tan confuso que minutos antes desconocía por completo.
Crece la imperiosa necesidad de situarse en el bando políticamente correcto y hacer ostentación innecesaria de ello. Me recuerda a aquellos susceptibles de ser tenidos por marxistas que, recién acabada la Guerra Civil, se convirtieron en los más implacables falangistas para congraciarse con las autoridades vencedoras y aparentar que estaban fuera de toda sospecha. Reescribir la historia siempre fue una apetecible quimera. Un amigo catalán me contó la historia de un anarquista que en el pueblo de su padre fusiló a todos los enemigos de la revolución y después de la guerra lo encontraron por la zona de Valencia haciendo lo propio en el bando franquista. Un justiciero por naturaleza.
Desgraciadamente no es cuestión de cultura. Los jerarcas nazis no eran incultos: amaban a Wagner y entendían de pintura, quedándose algunos de ellos con el ‘arte degenerado’ que confiscaron a los judíos. Nada de esto les impidió quemar los libros que se oponían a sus designios. Himmler se mareó en una corrida de toros viendo cómo aquellos salvajes españoles torturaban a un pobre animal indefenso, lo que no le impidió hacer lo mismo con los judíos, gitanos y eslavos, a los que consideraba subhumanos. Hablando con una pariente, profesora de Filosofía, sobre el carácter y el comportamiento, no aceptando que sólo pueden modelarse hasta cierto punto por la educación nos soltó: «¡Ah, claro, como sois biólogos, sois deterministas!». Su rechazo a la genética me recordó lo peligroso que era dedicarse a esta disciplina en la Unión Soviética durante los años 30, cuando la Genética se consideraba una ciencia burguesa, ‘ideológicamente incorrecta’, «la prostituta del capitalismo». Por eso varios genetistas fueron enviados a campos de trabajos forzados o ejecutados por practicar una ‘ciencia fascista’. Eran otros tiempos, pero permaneces sus rescoldos.
Es fácil imaginar por qué la ideología tiene más gancho que la ciencia. La ideología proporciona una respuesta automática. No hace falta pensar en quiénes son los buenos (nosotros) y los malos (los otros), así que el posicionamiento es inmediato. La ciencia está llena de incertidumbres. La duda (metódica) forma parte del método científico, aunque, como hemos visto durante el covid, suele interpretarse como falta de conocimiento y de seguridad. Una hipótesis, por muy razonable que sea, no basta para ser aceptada; tiene que pasar por el filtro de la comprobación. Desgraciadamente hemos visto pregonar que determinadas ideas, a veces descabelladas, contaban con el respaldo científico, sin haber pasado por el necesario filtro comprobatorio, sólo porque un científico las defendiese.
El desapasionamiento en los debates no se ve como un signo de ponderación, sino de tibieza y sopesar los pros y los contras te convierte en equidistante. Si quieres desacreditar a alguien no tienes más que ponerle un adjetivo. Si no es injurioso, el uso reiterado en un determinado contexto acaba convirtiéndolo en vejatorio. Hemos asistido a un posicionamiento de 514 firmantes de un manifiesto, varios de ellos reconocidos intelectuales, que pedían retirar del festival de San Sebastián el documental ‘No me llame Ternera’. Al parecer ninguno lo había visto. Una vez exhibido se comprobó que hubiera sido mejor esperar unos días para posicionarse, pero la inmediatez impera.
No se concibe no militar en ningún bando. Por mucho que pretendas mantener un pensamiento independiente, los que no estén de acuerdo contigo te encasillarán siempre en el bando que no deseas.