La dificultad de reconocer en un Yorkshire el lobo del que procede nos lleva a la dolorosa conclusión de que sin humanos nunca habrían existido los perros. La relación debe ser respetuosa, pero difícilmente puede ser igualitaria
Por alguna razón los perros acaban pareciéndose a sus amos, o los dueños a sus perros, que en esto no hay acuerdo. No hay más que ver la extraña afinidad de los pit-bull por chavales encapuchados hasta en la más tórrida canícula estival o tipos de coco pelado y cara de pocos amigos. Nunca los verás acompañando a una señora entrada en años, que prefiere la compañía de un perro de bolsillo: un Yokshire, un Chihuahua o un shih-tzu. Lo que algunos llaman un perro-patada, porque siempre se tiene el temor de pisarlo si inadvertidamente damos un paso atrás. Es curioso, pero los hombres de la misma edad que las mujeres amantes de los microperros no suelen acompañarse de seres tan diminutos, sino que prefieren perros algo mayores: como los pugh o los bulldogs franceses. Los Beagle, los border-collie o los galgos muestran cierta preferencia (o al revés) por las parejas jóvenes, con o sin hijos. Luego están los sofisticados que se asocian con los bracos de Weimar, shar-pei, chow-chow o los galgos afganos, perros característicos de gente que le gusta destacar alejándose de lo convencional. Los cocker, pastores alemanes, boxer y dóberman, muy populares antaño, son difíciles de encontrar ahora. ¿Acaso ya nadie los quiere? Son como personajes en busca de un autor.
Hace años escuché que los ingleses adoran la compañía de los perros porque no soportan a sus vecinos (y menos aún a sus niños). Me pareció entonces un buen retrato sociológico, pero no sospechaba que nos retrataría también a nosotros. Antes, la mayoría de las asociaciones canino-humano eran parejas de hecho: uno más uno. Ahora, después de la pandemia, cada vez abundan más los humanos con acompañamientos pluricaninos. Son más escasas las parejas humanas con perro y aún más raras las parejas con hijos y perro(s). Hace poco la fotógrafa Estela de Castro afirmaba: «Yo soy la madre de perros y gatos, no de niños y niñas». Esto aclara la relación de mucha gente con sus animales de compañía y, obviamente, una familia multiespecie tiene muchas ventajas. Ni nuestros perros ni nuestros gatos toman decisiones que nos parecen irresponsables, no piden un móvil a los siete años ni llegan tarde a casa, no quieren ser cantantes en vez de abogados ni se empeñan en estudiar económicas cuando a los padres les gustaría que fuesen futbolistas. Escuché a los multiespecíficos justificarse diciendo que los perros, a diferencia de las personas, son capaces de amarles sin pedir nada a cambio. Cierto es, y me gustaría estar seguro de que el amor humano hacia los perros fuese igual de desinteresado. Para los perros el amor incondicional y la lealtad sin límites es un condicionante evolutivo del que no pueden escapar. La evolución ha modelado a los lobos y a sus descendientes en una sociedad jerarquizada a la que se entregan de modo irracional y sumiso, lo que los convierte en esclavos afectivos; una esclavitud contra la que son incapaces de rebelarse y de la que algunos humanos se aprovechan tratando de desnaturalizarlos. Los convierten en pequeños humanoides que amoldan a sus costumbres, creyendo que compran su cariño con vestiditos ridículos para un perro, esperando que hagan ejercicio dentro de un serón con ruedas, llevando su foto en el móvil para enseñarla como si fuese la del nietecito o convenciéndose/convenciéndoles de que desean ir a tomar el aperitivo con sus amos.
Es triste, pero me recuerdan a aquella película de Pedro Olea ‘No es bueno que el hombre esté solo’ o aquella otra de Berlanga ‘Tamaño natural’, en las que unos señores maduros y formales vuelcan todo su amor en sendas muñecas, que no tienen ninguno de los inconvenientes de una pareja de carne y hueso y sí muchas de sus ventajas. Como los perros, no discutían sus decisiones, no desafiaban su autoridad, eran fieles, no llegaron a perder nunca su inocencia, les permitieron alcanzar un estado equivalente a una razonable felicidad y les hacían sentirse necesarios. Al fin y al cabo, nuestros animales nos hacen segregar la misma oxitocina que segregamos al estar en feliz contacto con nuestra pareja o nuestros hijos de verdad, pero sin la posibilidad de que se vuelvan en nuestra contra. Difícilmente podemos violentar la dignidad de una muñeca, hinchable o no, salvo que surja algún airado colectivo defensor de los derechos de las muñecas que exija reconocerlos y poner en el mismo plano de igualdad esta relación, luche contra la sumisión objetual que algunos hombres imponen a sus muñecas y exija una relación más equilibrada en la que reciban tanto como dan.
Pero los perros no son eso. Ya en mis lejanos tiempos de primaria aprendí que los nombres comunes son aquellos que se utilizan para designar personas animales o cosas, lo que ya diferenciaba a los perros tanto de los humanos como de los objetos. Resulta difícil reconocer en un Yorkshire el lobo del que procede a lo largo de un larguísimo proceso de domesticación, que nos conduce a la dolorosa conclusión de que sin humanos nunca habrían existido los perros. La relación debe ser respetuosa, pero difícilmente podrá ser igualitaria. Podría existir una humanidad sin perros, aunque lo habría pasado peor, pero es imposible una perrunidad sin humanos.
Uno puede amar a quien quiera, eso no es preocupante, lo malo es autoengañarse. Y es que la vida está llena de matices y si los olvidamos todo pierde su sentido.