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Carlos Ignacio Nores Quesada

Alguien tiene que decirlo

Glorificando al perdedor

Hemos mitificado tanto al perdedor, que no valoramos el hecho de lograr nuestros objetivos. No negaré el valor moral de sobreponerse al fracaso, pero hay metas irrenunciables

Cuando yo era un chaval la mayoría de las películas terminaban bien, el final feliz y todo eso. Estaban protagonizadas por héroes que triunfaban sobre el mal y redimían a sus vecinos. Solo Mortadelo y Filemón perdían siempre, a pesar de ser los buenos.

Luego se pusieron de moda los antihéroes. No es que no existieran antes, pero no eran cosa de la gente corriente, sino de intelectuales a los que les gustaban cosas que al resto les parecían raras. Lo importante no es el resultado, sino la lucha, decían; lo importante no es llegar, sino el viaje, como si no hubiese nada relevante que hacer en el sitio al que queremos ir. Era una filosofía solo comprendida por los ociosos y los poetas.

Hemos mitificado tanto al perdedor que no valoramos el hecho de lograr nuestros objetivos. No negaré el valor moral de sobreponerse al fracaso, pero hay metas irrenuciables. Retos ambientales o sociales que nos acucian, ante los que no basta con posicionarse.

En las escuelas, a partir de los años 80, estaba muy mal vista la competencia entre los alumnos. Así, se renunció a calificar siguiendo una escala numérica que posicionaba automáticamente a los niños y a las niñas por delante de unos y por detrás de otros y se inventaron todo tipo de neologismos eufemísticos para no ver lo evidente. La negación rotunda de la competencia puede ser una reacción contra la hipercompetitividad que nos llegaba del otro lado del océano. Se trataba de una concepción calvinista que sugería que el mundo sería mejor si pertenecía a los mejores. Pero en el mundo católico y meridional la cosa no resultaba tan diáfana. Competencia teníamos, sí, como en todas partes. No negaré que algunos quisieran todo para ellos, pero la mayoritaria clase media solo quería vivir desahogadamente y a las clases más bajas les bastaba con salir de su negra situación. Si había que aprobar unas oposiciones no quedaba más remedio que competir, pero miren en su entorno cuántos hay obsesionados por el triunfo. Personalmente nunca me ha gustado superar a nadie salvo a mí mismo. Conozco muchos como yo, igual que conozco otros que desde su más tierna infancia no les gustó perder nunca, ni a las chapas, lo que me lleva a pensar que nacieron así. No creo que la competitividad se les haya impuesto desde afuera, sino que les sale de muy dentro. De la cuna a la tumba. Pero es más liberador justificar nuestros defectos echando la culpa a un ente difuso y amenazador que nos impele a actuar contra el buen salvaje que nunca fuimos.

Pero el opio del pueblo ya no es la religión, es el efecto sedante de buscar a otro como responsable de nuestro empobrecimiento moral y económico. Habituarnos a ser perdedores nos ha hecho creer que una política de gestos vale lo mismo que una de logros, que basta un guiño para resolver un problema. Estamos como el pueblo de Constantinopla, debatiendo sobre el sexo de los ángeles en vez de defender la ciudad del asedio de los turcos. Nuestros turcos se llaman polarización de la sociedad, estancamiento económico, envejecimiento poblacional, violencia machista, éxodo juvenil. No basta que una corporación municipal repudie el machismo para que sus vecinos lo hagan. Lo difícil no es posicionarse contra un problema, lo difícil y meritorio es resolverlo. No todos los problemas tienen solución, pero los que pueden ser abordados no se resuelven con proclamas, ni con espectáculos impactantes, ni con lazos en la solapa, aunque esas cosas tranquilizan nuestra conciencia y nos hacen creer que hacemos algo. Es más útil, pero mucho más difícil, trabajar desde un Parlamento por la conciliación familiar que llevar al bebé al hemiciclo, porque conseguirlo supone convencer, negociar, ceder, arriesgarse y reconsiderar las posiciones propias. Lo otro es más bonito, garantiza la promoción mediática instantánea, pero me hace recordar cuando tenía que llevar a mi hija pequeña a mi despacho cada vez que sus vacaciones no coincidían con las mías. Tuve la suerte de que mi trabajo lo permitía, siempre que no estuviese dando clase o reunido. Algunos que entonces me miraron raro tuvieron que hacer lo mismo años más tarde, cuando tuvieron hijos y les llegó el turno. Hubiese preferido que la diputada Bescansa, desde la tribuna para la que había sido elegida, hiciese algo más útil por los que estuvimos en esa situación antes que visibilizar un problema que la mayoría experimentábamos sobradamente.

Resulta impresionante ver en una película decir a todos los esclavos «¡Yo soy Espartaco!» cuando los que lo dijeron se exponían a ser crucificados. Y muchos lo fueron. Algo menos arriesgado resultó el «Ich bin ein Berliner!» («¡Yo soy berlinés!») de Kennedy en el aniversario del bloqueo de Berlín por los soviéticos, puesto que luego se fue a su casa, aunque el gesto solidario de un presidente de Estados Unidos fuera un reto evidente. Pero decir ¡Yo también soy… (póngase el nombre de cualquier persona vejada, amenazada, herida o muerta)! se reduce a un testimonio personal limitado a ampliar la conciencia de grupo. Su mérito es escaso, puesto que el riesgo que comporta tal compromiso aún lo es más.

Un ejemplo de gesto hueco y absurdo, nos lo dieron hace poco los diputados que no acudieron a la apertura de las Cortes. Rechazaban la Monarquía por no ser una institución democrática, sin percatarse de la paradoja que representaba que los dirigentes de sus promotores huyendo del Reino de España fueran a pedir amparo al Reino de Bélgica y al Reino Unido, y olvidando que uno de ellos fue detenido cuando salió del Reino de Dinamarca para entrar en la República Federal de Alemania. Curiosas coincidencias.

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Sobre el autor

Profesor de la Universidad de Oviedo; zoólogo y por tanto observador de la vida en sus múltiples variantes


marzo 2020
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