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Carlos Ignacio Nores Quesada

Alguien tiene que decirlo

La Historia y el relato

Si tomamos la Historia, quitamos lo más aburrido, silenciamos lo que no nos gusta, la aderezamos con emotividad y exageramos lo que nos interesa, obtenemos un cóctel mucho más apetecible

Por una duda profesional contacté con Luorenzo Fernández Prieto, catedrático de Historia Contemporánea de la Universidad de Santiago de Compostela. Entre su respuesta se deslizó una frase lapidaria: «La Historia siempre es diferente al relato». Si bien la Historia es la reconstrucción cronológica de los acontecimientos, el relato es la manera de contarla, y va siempre más allá, porque es la manera en que llega a la gente, a veces siéndole fiel, pero frecuentemente banaliza los hechos históricos, cuando no los altera.

La Historia es la que es, pero el relato está construido a la medida de nuestras necesidades, de manera que cae fácilmente en la manipulación y se centra más en las emociones que en los hechos. La confusión fue cultivada y agrandada por los románticos. Para el Romanticismo el relato era tan importante como la Historia, si no más, y provocó una tremenda epidemia de posverdad de la que aún no nos hemos recuperado. Si tomamos la Historia, quitamos lo más aburrido, silenciamos lo que no nos gusta, la aderezamos con emotividad y exageramos lo que nos interesa, obtenemos un cóctel mucho más apetecible. Y si lo presentamos con algo de cabreo, hasta los odiadores, lejos de criticarnos, nos aplaudirán con entusiasmo.

Pongo un ejemplo: el Felipe II retratado por la Leyenda Negra era un villano de cine, algo que Schiller aprovechó para escribir su drama ‘Dom Karlos, Infant von Spanien’ en pleno albor romántico. En esta obra el Príncipe don Carlos representa la libertad enfrentada a su padre, el tirano monarca, que, para colmo, le roba la novia y se casa con ella. El drama de Schiller, con suerte, no sería más que un tema de estudio para los estudiantes alemanes de bachillerato si no fuera porque Verdi un siglo después compuso una ópera a partir de él, en la que no faltaban ni la Inquisición ni las hogueras. Tampoco faltaba un tenor enamorado de la soprano y un bajo que pretendía aguarles la fiesta. Ni el drama ni la ópera son fieles a la Historia, pero el romántico relato operístico sigue repitiéndose año tras año, desde hace más de 150. Cada año un centenar de representaciones en todo el mundo insisten en que Carlos era un apuesto luchador por la libertad enfrentado al mundo caduco de un rey oscuro y vengativo. Nada que ver con la realidad: Isabel de Valois, sometida a un matrimonio de Estado que sellaba la paz entre Francia y España, salió ganando, porque en vez de casarse con un heredero deforme y violento, lo hizo con su padre cuando quedó viudo, que era, como mucho, aburrido. Felipe tenía entonces 32 años y su hijo
solo 14. Sabe Dios qué contaría la Leyenda Negra si don Carlos, sádico y excéntrico, según dice la Historia, hubiese gobernado los Países Bajos, aunque el Duque de Alba, tampoco lo hizo mal.

Los de mi generación recordamos la película ‘El Álamo’ y cómo nos identificábamos con los heroicos defensores de aquella misión que defendía la libertad tejana frente al opresor ejército mejicano. Todo el mundo sabe que la épica bien narrada convierte una derrota en algo más valioso que cualquier victoria. Nadie nos había contado que la población procedente de los Estados Unidos fue invadiendo poco a poco la provincia mejicana de Tejas, actuando como auténticos okupas, con la pretensión de crear una república independiente con el respaldo de EE UU.

Las consecuencias pueden verse en otra película, ‘Gigante’, que nos muestra cómo los defensores de aquella libertad trataron a los tejanos de origen. No hay que creer que el general Santa Anna fuese una hermanita de la caridad, tampoco hay que hacer un llamamiento para derribar la estatua de David Crockett, que ofreció a sus voluntarios de Tennesee unas tierras que no eran suyas, pero hay que reconocer que el historiador más laureado no puede competir contra John Wayne y Richard Widmark juntos. No hay comparación posible entre la Historiografía y la industria de Hollywood. Los quinceañeros de entonces cantábamos ensimismados ‘La canción del Álamo’, el gran éxito del ídolo adolescente Frankie Avalon (también actor de la película), contribuyendo a que el épico cuento reemplazase a la Historia. Mientras que en España el disco de Avalon llevó el título genérico ‘Temas de la película El Álamo’, y se abría con la famosa balada, en Méjico se llamó ‘Las hojas verdes del verano’. El título de ‘La canción del Álamo’ no se tradujo y el tema quedó relegado a la cara B. En las notas de la contraportada de la edición mejicana se destaca la faceta actoral del cantante, «aunque su último film ha sido discutido ardientemente». Se ve que allí el relato hollywoodense no caló.

La Historia se esculpe con los hechos, siempre es fragmentaria y llena de claroscuros, mientras que el relato es compacto porque lo escribe un guionista al gusto de su público. Si lo que nos cuentan se ajusta como un guante a nuestros intereses debemos desconfiar, casi siempre estará maquillado. Recordemos el relato de un glorioso pasado que nos proporcionó el franquismo, tan falso como el relato vergonzante que ahora domina.

El relato del coronavirus lleva meses escrito, con sus héroes y sus villanos, cuando todavía falta mucho para que concluya el episodio. La Historia no intervendrá hasta entonces. Cuándo se escriba, ¿podrá imponerse al Relato?

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Sobre el autor

Profesor de la Universidad de Oviedo; zoólogo y por tanto observador de la vida en sus múltiples variantes


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