Cuando el museo reabrió, el dinosaurio no estaba allí y Sir Hans, tampoco
Sir Hans Sloane fue médico y naturalista. Trabajó en Jamaica, allí recolectó animales, plantas y minerales y se casó con la heredera de una plantación de azúcar jamaicana, lo que le permitió aumentar su colección comprando toda cuanta rareza natural y humana encontró. Sucedió a Isaac Newton al frente de la Royal Society. Además de dedicarse a la medicina y al coleccionismo científico, fue rentista y amplió su patrimonio familiar mediante la inversión inmobiliaria. A su muerte había reunido unas 70.000 piezas que, legadas al pueblo inglés tras una generosa compensación, formaron el embrión del Museo Británico, el primer museo nacional público del mundo. Siglo y medio más tarde se exhibió en la sala central de su sección de Historia Natural el esqueleto de un enorme diplodocus que fue sustituido, hace dos o tres años, por el de una ballena azul.
El busto de sir Hans fue otra víctima del covid-19. Presidía el vestíbulo del Museo Británico, pero durante el cierre causado por la pandemia fue retirado a una pequeña sala donde se explica que ya no están tan orgullosos de él, porque la mano de obra de su plantación había sido esclava, así que el movimiento ‘Black lives matter’ apresuró con «cierto nivel de urgencia» la medida, según dijeron sus responsables. Dippy el diplodocus había sido retirado por ser un esqueleto falso, puesto que era una réplica de yeso pintado, y a Sloane le pasó lo mismo por protagonizar una historia demasiado real. Las contradicciones de la vida nunca dejarán de sorprendernos.
La cosa no está mal si no se queda ahí. También reconocieron que muchas colecciones del museo se formaron gracias al «imperialismo europeo», lo que parece insinuar que el mea culpa no acabará con un simple cambio de ubicación de un busto y una explicación, pero no sé si el ‘staff’ del museo ha calculado qué les va a quedar si devuelven todo lo que apañaron en los países ocupados durante la expansión del imperio, incluida la Piedra Rosetta, los leones alados asirios, los relieves del palacio de Asurbanipal, un moai de la isla de Pascua o los frisos del Partenón, y eso que Atenas ni siquiera formó parte del Imperio Británico.
Algunos británicos empiezan a ser conscientes del lado oscuro de su historia, mientras que nosotros llevamos siglos avergonzándonos hasta de nuestro lado luminoso. ¿Qué hará la Inglaterra profunda, siempre nostálgica de su imperio, si sus autoridades culturales deciden devolver todo lo que fue expoliado? Si el proceso iniciado con el traslado de sir Hans es un punto de partida para cambiar el rumbo de la Historia, será una acción valiente, difícil y encomiable, cuyo alcance hoy apenas vislumbramos, pero si queda en un gesto será una acción frustrante, si no hipócrita y ridícula, merecedora de las chanzas y los memes que ya han ido surgiendo. Hace algunos meses escuché a un historiador británico en una cadena de televisión justificar los ataques de los corsarios ingleses a los galeones españoles porque el oro que traían de América había sido robado a los indígenas americanos. Lo primero que pensé fue que igual se me había pasado por alto algún detalle del relato histórico y resulta que, como hacía Robin Hood, habían devuelto el oro robado a sus legítimos propietarios, pero no, no encontré nada relacionado con eso. Al parecer se lo quedaban basándose en el principio ético de quien roba a un ladrón… Algo igualmente sorprendente sucedió en Barcelona cuando retiraron la estatua del marqués de Comillas por haber sido traficante de esclavos, pero no clausuraron el parque Güell, diseñado por Gaudí con el dinero procedente del negocio negrero de esa familia, socia del marqués. Se ha postulado recientemente que el capital que financió la industrialización y el renacimiento cultural catalán procedía del tráfico de esclavos o de la utilización de la mano de obra esclava, y que ese negocio facilitó una vía rápida de ascenso económico, social y político. Además de los Güell, otros apellidos como los Mas, los Vidal Quadras o los Goytisolo medraron con ese comercio, cuando el tráfico esclavista estaba prohibido en España y era plenamente ilegal. Reconozcamos también, en honor a la verdad, que en aquella época el Gobierno británico persiguió el tráfico de esclavos con más ahínco que el español; incluso apresó el falucho ‘Pepito’, capitaneado por el tatarabuelo de Artur Mas, con 312 esclavos a bordo.
Todo está revuelto y si tiramos de cualquier hilo no sabemos si desharemos el vestido. Como siempre, una lectura rotunda, simplista y maniquea de un problema éticamente complejo es demasiado fácil para ser satisfactoria. Tal vez conozcan la historia del Altar de Pérgamo, una de las maravillas de la antigüedad, joya de la Isla de los Museos de Berlín y hoy reclamado por el Gobierno turco. ¿A quién corresponde el derecho de conservarlo? ¿A los griegos que lo construyeron? ¿A los bizantinos que lo aprovecharon como material de construcción de una muralla? ¿A los alemanes que lo descubrieron, se lo compraron al sultán turco y lo reconstruyeron en Berlín? ¿Derechos históricos? ¿Compromiso ético? ¿Oportunismo político? Es malo pensar demasiado, pero es peor no pensar nunca.