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Carlos Ignacio Nores Quesada

Alguien tiene que decirlo

El suicidio de las ballenas

Hemos echado la culpa a las maniobras militares, al sónar de los barcos y a otra docena de hipótesis, pero cuando recurrimos a tantas hipótesis es porque ninguna sirve

A las 18.26 recibí una llamada. Mi mujer había ido a caminar por la senda de El Tranqueru, en Perlora y me llamó para ponerme los dientes largos. «Estoy viendo un grupo de unos doce calderones muy cerca de la costa». Le pareció que tenían un comportamiento raro: apenas se movían y temía que fuesen a acabar varando. Le quité importancia, pero añadió que había un guarda de Medio Ambiente y un vehículo de la Guardia Civil que parecían vigilarlos. A las nueve me llamó un amigo, funcionario del Principado, que aunque sabe que ya no tengo que ver con los cetáceos, también sabe lo que me siguen interesando. Me comentó que habían varado 14 calderones cerca de Perlora. «Vaya marrón que os cayó», le dije, pensando que hiciesen lo que hiciesen les iban a llover las críticas porque una situación tan dramática es campo abonado para los amantes del ‘¡Sabíalo yo!’. Conocía perfectamente que estas situaciones, pese a los esfuerzos, se saldan siempre con un montón de cetáceos muertos.

Al día siguiente nos acercamos. Salía de casa cuando recibí otra llamada de un compañero, de la Universidad de Valencia especialista en parasitología de cetáceos. Se había enterado del varamiento y estaba dispuesto a enviar gente para colaborar en la investigación, pero no sabía a quién dirigirse para concretarlo. Llamadas van y llamadas vienen, finalmente contactaron las distintas partes: el responsable del Principado, encantado con el apoyo, y los valencianos que acumularían una nueva experiencia para conocer el por qué de estos sucesos, imprevisibles, llamativos y traumáticos, que siempre te pillan a contrapié. Poco a poco se fueron resolviendo los problemas logísticos: no es fácil hacerse cargo sobre la marcha de tantos bichos de varias toneladas, intentar que los supervivientes sigan siéndolo o averiguar si tal muerte estuvo motivada por alguna causa orgánica. Hacer en definitiva una necropsia contra reloj, órgano a órgano, de un montón de enormes animales, porque no hay espacios ociosos disponibles a la espera de que suceda un hecho tan fortuito. Finalmente, mientras unos trataban de convencer a los díscolos supervivientes de que no varasen se organizaron para el día siguiente disecciones exprés en el lugar que se pudo. Sólo se disponía de unas horas para hacerlo. Se reunió en una mañana un equipo de una decena de veterinarios y biólogos de diversos organismos públicos y de las universidades de León y de Valencia, dispuestos a trabajar a toda prisa. Solo un ejemplo: tres profesores viajaron toda la noche desde Valencia para estar en el tajo a las 9 de la mañana en Asturias. Nadie cobró horas extras. La ministra para la Transición Ecológica manifestó en su cuenta oficial de Twitter estar «Preocupada por el masivo varamiento de #calderones en Carreño. Un episodio que se suma a los de hace unos días en Australia.

Muchos interrogantes abiertos sobre por qué quedan allí y no salen. @mitecogob ya en contacto con @GobAsturias». Ya les gustaría a los cetólogos poder explicar por qué animales que viven plácidamente en el mar, un día deciden nadar hacia tierra en contra de toda lógica. Hemos echado la culpa a las maniobras militares, al sónar de los barcos y a otra docena de hipótesis, pero cuando recurrimos a tantas hipótesis es porque ninguna sirve. Pero esto ha venido sucediendo durante siglos. El primer caso documentado en Asturias fue narrado por Jovellanos hace 225 años, cuando presenció el varamiento de 400 o 500 falsas orcas, similares a estos calderones, en la playa del Arbeyal. Cinco años más tarde, 138 vararon en Nueva de Llanes. La playa de San Lorenzo de Gijón se cubrió en 1857 de tantos cuerpos de otras falsas orcas que movieron a Eulalia de Llanos a componer una elegía titulada ‘Los cetáceos’, de la que entresacamos estos versos:

Eran en muchedumbre tan crecida / como las hijas de frondosa acacia / sus negras moles en la rubia arena / daban al alma sorprendente pena.

El día de los inocentes de 1984, mi mujer y yo contemplamos un espectáculo sobrecogedor en los acantilados Llaniscos. Dos calderones tropicales, como los de Carreño, arremetían una y otra vez contra las rocas verticales. Con las cabezas sangrantes se alejaban lentamente tras cada embestida para volver de nuevo a cargar contra el acantilado. A veces, exhaustos, yacían un breve rato mostrando su vientre para retomar a continuación su insistente contumacia hasta que llegó la noche. Al día siguiente aparecieron muertos en la playa de El Sablón.

Desde 1760 y hasta 2013 hemos recopilado 10 varamientos masivos en el mar Cantábrico. Algunos se ajustaban a alguna de las explicaciones dadas por los científicos, otros no. Llevamos 300 años tratando de explicar este hecho tan extraño, pero estamos lejos de conseguirlo. ¿Por qué unas especies lo hacen, mientras que otras, muy parecidas, no? Estos varamientos en masa apenas dejan supervivientes. Los profesionales que intervinieron en el rescate lo sabían, como sabían que iban a ser objeto de una maledicencia frívola. Naturalmente hubo críticas por una supuesta inacción de las administraciones y uno se pregunta si la continua demanda de servicios públicos no será más que una excusa para descargar nuestra frustración sobre los funcionarios, que nunca están cuando se les necesita. Pero sí estaban. A veces somos injustos porque no sabemos ser de otra manera

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Sobre el autor

Profesor de la Universidad de Oviedo; zoólogo y por tanto observador de la vida en sus múltiples variantes


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