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Carlos Ignacio Nores Quesada

Alguien tiene que decirlo

¿Qué número calzaba Casillas?

Además de estar preparados para lo que sabemos que vendrá, hay que prepararse para lo que ignoramos y eso solo se consigue haciendo de la inteligencia una industria

Los aficionados al futbol lo recordarán. En la final del mundial de Sudáfrica el delantero holandés Robben se destaca con la pelota hacia la portería española y Casillas sale a su encuentro. No sabe hacia dónde va a chutar, Casillas intuye que lo hará hacia su izquierda y se arroja hacia ese lado, pero el delantero tira hacia la derecha; todo parece perdido, pero el balón tropieza con el pie derecho del portero y se desvía un poco, lo suficiente como para que no se cuele entre los palos.

Esta recreación parece un comentario de chigre, pero es una clase de zoología. El profesor Arturo Morales ponía este ejemplo para explicar a sus alumnos lo que es la contingencia evolutiva. Es decir, cómo una circunstancia banal en un momento determinado puede hacer cambiar la historia y producir resultados imprevisibles. Es decir, si Casillas calzase un número menos tal vez no habría tocado de refilón la pelota, la selección española no habría ganado ese mundial y el portero no habría besado a su chica ante las cámaras.

Casi todos imaginan la evolución como un proceso finalista: desde Aristóteles, filósofos y científicos consideraron que existe una escala natural, una ordenación progresiva, lineal y ascendente de los seres vivos hasta llegar al ser humano. Lamarck partió de ese principio para explicar que los animales cambiaban siguiendo el patrón de la escala natural hasta llegar a su culmen, nosotros, los reyes de la naturaleza. Y en eso llegó Darwin y nos convenció de que el hombre no es ningún punto culminante de la evolución, porque ésta es un proceso contingente, fruto de causalidades en las que ha operado la selección natural, que no selecciona al más fuerte, sino al que está en el lugar adecuado en el momento preciso. También se carga al que está donde no debía.

François Jacob lo expresó de otro modo al observar que los seres vivos estamos llenos de chapuzas inexplicables si fuésemos el fruto de un diseño premeditado; así que parecemos más el resultado de un aficionado al bricolaje, que echa mano de lo que tiene a su alcance, que el resultado de un ingeniero que solo usa lo que necesita para el funcionamiento perfecto de su proyecto. ¿Para qué quiere el hombre pezones que no producen leche, muelas del juicio que solo dan problemas y una rabadilla que no sirve ni para menear la cola? Pues porque somos el resultado de una contingencia evolutiva, o si lo prefieren de una chiripa, o de muchas.

Allá por los tiempos de Cretácico lo más guay era ser dinosaurio: grande, con sangre caliente, recubierto de plumas, capaz de correr más que ningún otro bicho de entonces en la Tierra. Los reyes de la creación. Un día, así sin más, cayó un meteorito y todo lo ventajoso, sobre todo el tamaño, se convirtió en un problema fatal porque ningún bicho que pesase más de 5 kg sobrevivió. La contingencia evolutiva convirtió lo mejor y más seguro en una condena inevitable. Y gracias, porque como entonces los dinosaurios dominaban el mercado, si no fuese por el meteorito los mamíferos nunca habríamos tenido nuestra oportunidad, del mismo modo que si Casillas hubiese tenido el pie un poco más corto el partido España-Holanda no habría tenido prórroga e Iniesta no habría sido un héroe.

Lo mismo pasó en 2008. La inversión más segura y rentable era el ladrillo, pero un buen día los de Lehman Brothers nos dijeron que en vez de una fortaleza segura, era un globo que se deshinchó. Algún político proclamó que en las peores crisis están las mejores oportunidades; como cuando los mamíferos ocuparon el hueco que dejaron los dinosaurios, con el resultado que vemos; que la economía española nunca más dependería del ladrillo y nos pusimos a depender de China, que producía más que nosotros y más barato.

Y en esto llegó otra contingencia, que no sabemos qué consecuencias traerá. Un virus en el que nadie pensaba nos pilló más despistados que un dinosaurio viendo caer un meteorito y cuando le vimos las orejas al lobo nos organizamos en un tiempo récord para responder a la nueva amenaza. Y todos sabemos qué lentamente transcurrió ese tiempo record. La factoría de Du Pont en Tamón producía suficiente sontara, el tejido con el que confeccionan las mascarillas quirúrgicas, como para hacer nueve millones de mascarillas al día. De hecho la producía para medio mundo, pero también sabemos lo que tardaron en llegar las mascarillas, seguramente hechas con nuestra sontara en China, pero ahora más caras.

Está bien acopiar material para cuando llegue el siguiente virus raro, pero es posible que entonces no nos sirva de nada, porque nadie nos garantiza que esa segunda pandemia vaya a afectar al sistema respiratorio. Además de estar preparados para lo que sabemos que vendrá, hay que prepararse para lo que ignoramos y eso solo se consigue haciendo de la inteligencia una industria. Podemos cambiar todas las normas, reservar toneladas de mascarillas, tener miles de respiradores, cientos de termocicladores para hacer PCR y miles de rastreadores, pero si no cambiamos los comportamientos individuales que nos hicieron líderes mundiales en contagios, enfermos y muertos no habremos conseguido nada.

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Sobre el autor

Profesor de la Universidad de Oviedo; zoólogo y por tanto observador de la vida en sus múltiples variantes


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